jueves, 9 de febrero de 2012

NOSTALGIA NÍVEA







El momento de la entrada en mitad de la jornada diaria como otros tienen el suyo para el bocata o el pitillo. ¿Y sobre qué divago al buen tuntún como de costumbre? Podría apuntarme a la ola de que si lo de Contador, que muy mal, por supuesto que sí, como lo de ensuciar el nombre de Nadal para hacer maldita la gracia, porque ya se sabe que los pérfidos gabachos nos envidian, odian y menosprecian desde San Quintín, que si allons enfants de la Patrie, le jour de gloire est arrivé! o "oeeoeoeoeoeoe, Españaaaa, eeeeeh! Pero qué pereza las cuitas entre los unos y los otros, que si los unos dicen que ganan porque van hasta el culo de estimulantes y los otros que si pierdes más que un francés o que si la tortilla española siempre gana por huevos, nivelazo, y sobre todo qué aburrido esto de recurrir al chovinismo de cada cual para animar el cotarro. En todas partes cuecen habas, y por eso también podría hablar de la paradoja de los españoles que se fueron a Noruega buscando trabajo, convencidos de que aquello era el paraíso aquí en la tierra, que había tarta para repartir entre todos, y han acabado viviendo en la calle y, sobre todo, de la beneficencia, los servicios sociales del estado de bienestar noruego, probablemente el más antiguo y genuino, el más idealizado en cualquier caso. Digo paradoja porque eso de emigrar a otro país pensando que allí atan a los perros con longanizas, que si quedarse es de cobardes y tal, y acabar chupando del bote de la cosa pública, acabar descubriendo que el paraíso de serlo lo es para los de allí poco más, acabar descubriendo la xenofobia de los civilizados noruegos hacia los pobrecitos españoles, parece una cruel parodia de lo que ocurre en España con los inmigrantes magrebíes o sudamericanos. Que si solo vienen a chupar de la sopa boba, a delinquir, a aprovecharse de nuestros servicios, comer de nuestros impuestos...

Pues no me apetece ni lo uno ni lo otro. De hecho me inclino por la nostalgia, que es una cosa que espanta a más de uno, de esos que creen que mirar hacia atrás siempre es una pérdida de tiempo porque ellos están a otras cosas, con la vista puesta en el horizonte como hombres libres y sin ataduras que son, eternos pioneros. Pero la nostalgia también suele ser un vano intento de volver sobre lo vivido en la convicción o esperanza de que así lo haces dos veces. Que luego ya, en lugar de hacerlo con una sonrisa, lo hagas apretando los dientes, para relamerte heridas o renovar enconos que creías olvidados, pues oye, cada cual que apechugue con su cruz. Sea como fuere, y como bien sabe cualquier letraherido, la nostalgia es el filón de cualquier escritor o aspirante a ello. Aunque, para qué engañarnos, esto del filón de la memoria, la lírica de la nostalgia y demás mandangas, no pasa ser un mísera excusa para tener donde recurrir a la hora de escribir algo, así de sencillo y cómodo.

Esto viene a colación de la fotico que he visto esta mañana en El País con toda la plaza de la Virgen Blanca cubierta de nieve alrededor de la jardinera hortera esa del European Green Capital. No lo puedo evitar, individuo esencialmente melancólico y depresivo como soy, siempre en la convicción de que si bien es cierto que cualquier tiempo pasado nunca fue mejor, éste de ahora tampoco es que sea como para echar cohetes..., aunque luego no sea para tanto, aunque luego también piense que mejor que ahora nunca hasta con todo lo que está cayendo. En fin, que veo nevar, veo las calles y campos de cualquier parte del globo terráqueo cubiertos de blanco, y, siquiera porque en este rincón cantábrico donde resido apenas caen cuatro copos y no cuaja nunca, ni siquiera hace el frío que debería hacer para poder calificar esto de un verdadero invierno (ayer cuando llevé al canijo a la guarde vi un conato de escarcha sobre el césped del parque de Foncalada, pero solo un conato), no puedo evitar poner en marcha la maquina de los recuerdos níveos.

Así que hago memoria y me digo, ¿qué es lo primero que te viene a la cabeza cuando piensas en la nieve? Pues me vienen nevadas de verdad, de las buenas, y no como estas de ahora que encima nos las venden desde los medios como si fueran verdaderas catástrofes naturales, que parece que todos los telediarios quieren tener a su Piqueras, increíble, escalofriante, apocalíptico. Eso cuando no mandan una reportera al Pirineo, siempre es una reportera que tirita de frío constantemente, ponte un jersey, bonita, para que le pregunte a un paisano a ver cómo se prepara para enfrentarse la gran nevada del siglo, y el tipo, por lo general un abuelete de los pocos que se quedaron en el pueblo y ya ha visto y sufrido lo suyo, que la mira como dudando si decirle: ¡pues como toda la vida, joder, que pareces boba! En cualquier caso, nevadas hasta la rodilla, de las que la nieve duraba en la calle dos, tres y más semanas, las de pasarte todo ese tiempo embutido en tu anorak, tu gorro, la bufanda, los calcetines gordos y los guantes de lana, los mismos que se mojaban cuando hacías bolas de nieve para tirárselas a las chicas de la Presen o a cualquiera se te cruzara por la calle en ese momento, ¡toma bolazo, por guapa!, lo más parecido a un rito iniciático de aproximación al sexo opuesto (luego ya, y por lo que fuera, debimos asimilar la ridícula idea de que la cosa esa de ligar se reducía esencialmente a lo mismo; a arrojar cosas a la chicas para que te hicieran caso...), o en mitad del fragor de la batalla con otros críos y su piedrecita camuflada entre la nieve, tus botas de plástico también hasta las rodillas.

De hecho, eso es lo primero que me viene al bolo cuando pienso en la nieve: las botas de plástico. En mi caso porque mi señora madre se empeñaba en que saliera a las calles nevadas de mi ciudad con las botas de montaña, las cuales, en eso tenía razón, calentaban los suyo, pero a poco que pisaras en blanco la nieve se te colaba hasta la rabadilla. Puede que bastaran para andar sobre las aceras de la calle en dirección al cole, siquiera rodeando los montones de nieve o sobre los senderos que los peatones abrían sobre ésta. Pero, qué coño, si nevaba era para ir luego a tirarse sobre la nieve en la primera campa a mano, para tirar bolas o hacer muñecos, para tirarse desde cualquier desnivel de una campa, parque, cerro o colina del extrarradio sobre cualquier cartón o plástico a modo de trineo improvisado. No lo pasaba poco bien ni nada tirándome en Mendizabala, a veces incluso a lo loco ya del todo en la ladera de Olárizu, menudo pedazo de rampa, una verdadera pista inclinada de aterrizaje digna de un aeropuerto de Fabra. Entonces recordabas como cada año que las botas de montaña calentaran pero no evitaban que se te colara la nieve dentro, la cual en seguida te empapaba los calcetines y te dejaba la planta de los pies toda arrugada y a ti tiritando. Y si a eso añadimos que mi señora madre también se empeñaba en que llevara guantes de lana en lugar de los de cuero, pues qué decir de las manos tras la elaboración y lanzamiento de una batería de bolas de nieve; acababan como pasas.

Empero, si había algo que recuerdo con verdadera perversión, esas eran las heladas inmediatas a la nieve, cuando toda la ciudad se convertía en una inmensa pista de hielo con el inevitable espectáculo de ver de continuo a la peña partiéndose la crisma, con especial delectación por las caídas de las señoras mayores con cardado y abrigo de pieles, a saber por qué. Eso y las competiciones improvisadas de patinaje artístico, o algo así, que organizábamos en la calle, no recuerdo muy bien si para ver quién patinaba más lejos, quién se daba la hostia más grande o cuántas de esas viejas recién incorporadas nos llevábamos por delante.

Luego ya sabe uno, por supuesto, que algunas de esas caídas no tenían maldita la gracia, que el hielo además de un incordio puede ser un verdadero peligro para la gente mayor que por lo que fuera no puede quedarse en casa junto a la estufa y tiene que salir a la calle a hacer la compra o a ganarse la vida. Ahora bien, lo que siempre me sorprendía, y sigue haciéndolo, es por qué la práctica totalidad de las viejas que acababan con la cadera rota tras resbalar en el hielo, habían salido a la calle ¡EN ZAPATILLAAAAAS!

En fin, misterios de la tercera edad. Tampoco es para regodearse en su inescrutabilidad, como si uno no hubiera tenido lo suyo con el hielo cuando vivía en casa de sus padres en Berrozti y se veía atrapado en mitad de la cuesta que subía al pueblo, en un traicionero trompo eterno que no te dejaba salir ni hacia un lado ni hacia el otro, entrampado en una especie de agujero negro rodeado de nieve y hielo, jurando como un carretero al mismo tiempo que la emprendías a hostias con el volante, los frenos, el embrague y hasta con el retrovisor. Entonces la cosa invernal con sus pequeñas molestias ya no lo eran tanto, más bien un verdadero incordio diario cuando querías bajar a la ciudad blanca con riesgo de ir a parar contra el muro de la casa de Justo o directamente al ribazo. Y eso por no hablar del coñazo de las cadenas, de los diez grados bajo cero a la noche, de las narices y orejas en proceso de congelación andando por la calle, de las hostias que también te metías tú al ir a comprar el pan o a tomarte un carajillo.

Pero bueno, la verdad es que uno ve las fotos de arriba y no puede evitar la morriña, la pena de no poder estar ahora levantando aludes a patadas, arrojando bolas de nieve a las mozas ya casadas, empujando como el no quiere la cosa a las viejas con cardado y abrigo de pieles, o patinando sobre el hielo para ir a parar de cabeza a un contenedor de vidrio. Como que uno mira a través del cristal de su ventana a las calles impolutas del centro de Oviedo, ve pasar a gente incluso en chaqueta o jersey, también a gente que tirita sin echar vaho por la boca o llevar las orejitas rojas, qué desfachatez, y tampoco puede evitar decirse; invierno, invierno...

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