martes, 28 de febrero de 2012

DE CUANDO ÉRAMOS FRANCESES O CASI...


Venía hoy (por ayer) un cuanto menos curioso y acaso interesante artículo en El Correo acerca de las excelencias de la educación francesa de los niños en comparación con la de los anglosajones basado en las experiencias de varios padres estadounidenses y británicos que recoge un libro de reciente publicación, el cual, curiosamente, en EE UU se titula 'Bringing up bebe: One american mother discovers the wisdom of french parenting' (Criando a un bebé: una madre americana descubre la sabiduría de los padres franceses) y en el Reino Unido, 'French children don't throw food' (Los niños franceses no arrojan la comida).

El contraste entre las prácticas educativas que se observan a ambos lados del océano sale a relucir en casi todas las páginas: «Cuando nos visitaban familias estadounidenses, los padres estaban constantemente intentando mediar en las peleas de sus hijos o arrojándose al suelo para jugar con ellos. En cambio, cuando venían familias francesas, los adultos tomaban un café mientras sus hijos se entretenían jugando entre ellos.

La autora llega a una conclusión casi tan vieja como el mundo cuando sostiene que una de las razones de la diferencia es que los padres franceses no ceden a las exigencias de sus hijos con tanta facilidad como los estadounidenses. Es decir, que no tienen miedo a decirles 'no' y, además, eso no les produce sentimientos de culpabilidad. En su opinión, los niños galos habrían adquirido gracias a esa actitud lo que en términos psicológicos se conoce como tolerancia a la frustración. La aplicación de reglas más estrictas en asuntos como los horarios, las comidas o el reposo nocturno harían el resto.

El resto del artículo ahonda en las supuestas excelencias de la educación francesa y también expone varios ejemplos, entresacados del libro, de esa dicotomía entre lo galo y lo anglo; pero, también varias críticas a ese modelo educativo que no está de más traer a colación:

Si un niño francés hace una escena no se le disculpa, sino que se le da una paliza y, si sigue, se le manda al psicólogo». En el periódico también se podía leer que los anglosajones que residen en Francia se sienten con frecuencia «consternados por la rigidez asfixiante de sus escuelas, en las que aprender de memoria importa más que comprender.

Ya mirando para casa, el autor (anónimo por cierto, cosa rara, sospechosa, porque en realidad todo el artículo apesta a los que de un tiempo a esta parte un tal Iturribarria, bilbainísimo él, nos regala a cuenta de los tópicos gabachos; estará haciendo una tesis o vete a saber qué. En todo caso artículos de una insustancialidad que espanta, frivolidad por un tubo, poco más que para regodearse en tópicos y tipiquismos, de un rigor periodístico que rechina al igual que cierta noticia tendenciosa a más no poder acerca de lo dicho por un dirigente abertzale que realmente no había dicho tal cosa, o al menos no así, y aún y todo…, en fin, el signo de los tiempos) le consulta a un sicólogo del terruño, el doctor Patxi Izagirre, sobre si el modelo español estaría más cerca de la permisividad estadounidense que de la disciplina francesa.

«A mí no me gusta demasiado el rigorismo francés; le cortaron la cabeza al rey, o lo que es lo mismo, al padre, y en su lugar colocaron la razón de estado. Buscan la igualación a través del adoctrinamiento en vez de despertar la motivación individual desde el afecto, que es lo que plantea la tradición humanística británica de los Adan Smith o David Hume».

Vaya por delante que preguntarle a un vasco si algo francés o español puede ser mejor que lo propio viene a ser lo mismo que preguntarle a un inglés si son ellos los que conducen por el lado equivocado o, al contrario, es el resto del mundo el que lo está, o a un italiano si sacar a mujeres medio en bolas en un telediario es de mal gusto o no y encima innecesario, la verdad es que la conclusión final de que nuestro actual modelo español se parece cada vez más al americano que al francés me ha dado un tanto de qué pensar.

Porque me he dicho, ¡hostia!, pues no había caído, es verdad que una de las cosas de las que más nos quejamos últimamente es de la excesiva permisividad que parece concedérseles hoy en día a los críos, de lo acaso excesivamente permisivos que somos nosotros mismos con los nuestros. Y el caso es que haces memoria y te das cuenta de que no siempre fue así, que hubo en tiempo en que en España la gente se comportaba exactamente igual que como describe el artículo que lo siguen haciendo en Francia, que se saludaba siempre al entrar en un sitio cerrado o al cruzarse en la escalera, que los niños levantaban la mano para preguntar y apenas rechistaban cuando se les recriminaba su comportamiento o que si los sacabas fuera de casa a permanecían calladitos y quietos en su silla del restaurante o de donde fuera.

Y claro, llegados a este punto, también recuerdas que la cultura española ha mirado históricamente siempre al otro lado de los Pirineos, allí donde gracias a la Ilustración, la Revolución y otras muchas más cosas ansiaba encontrar un espejo de modernidad política y progreso socio-económico para traérselo a casa. De ese modo, y con Guerra de la Independencia mediante, en España el afrancesado era el progre actual, al que le dolía España tal como era y por eso buscaba emular a sus vecinos siempre un par de pasos por delante. Por eso lo gabacho impregna casi todo lo nuestro, desde el Derecho, las Artes o los mismos oficios. Y es que España nunca fue, ni de lejos, tan anglófila como nuestros hermanos portugueses, casi una colonia británica en la sombra o a punto de serlo, subordinados más bien de éstos. En España el país vecino siempre sirvió de referente para lo bueno y lo malo, para amarlo y odiarlo, y sobre todo para salir corriendo en busca de asilo. Asilo de donde se volvía o completamente afrancesado o echando pestes de los vecinos, pero eso sí, casi siempre convencido de que se volvía a un país al que todavía le faltaba mucho para asemejarse a su vecino. Por eso, y aunque jodiera lo suyo, había que copiarles lo bueno, trasladar sus métodos.

Tirando todavía un poquito más a casa, si uno hace memoria de la huella francesa en su entorno está no puede ser más clara. No se trata sólo de la lógica atracción de los territorios cercanos a la frontera, de cómo la burguesía de tu ciudad enviaba a sus pupilos a estudiar al país vecino, se construía sus edificios inspirándose en lo francés hasta haber concebido un ensanche que recuerda a una pequeña Burdeos, y bien al contrario de la vecina y anglófila Bilbao, algo que no extraña pues no eran pocos ni nada los vínculos comerciales, en especial vinícolas, con la ciudad del Garona, allí es donde acudían en búsqueda de novedades para traerse a casa, de nuevas técnicas para mejorar los viñedos e incluso de profesionales a los que poner al cargo de las bodegas más importantes que simple y llanamente emulaban a los gabachos en todo, desde el método bordelés de elaboración del vino, la maceración carbónica que caracteriza los cosecheros riojano-alaveses inspirada en los vinos Beaujolais, al tipo de barricas y botellas (también de tipo bordelés). Eso por no hablar de la presencia continua de gentes de origen francés o franco en nuestra tierra, ya desde antiguo con el Camino de Santiago como reclamo, todavía existe el topónimo Frantsesbidea o Camino de los Franceses que recorre toda la Llanada hasta la misma Calle Francia, incluso familias de antigua o moderna pero indudable raigambre vitoriana burguesa y origen gabacho como los Anorbin, Donay, Doublang, Fournier, etc. Como que no pocos tenemos en nuestras familias René, Goretti, Alain, Beñat (Benard) o llamamos a los Patxis en la intimidad Frantxuas...

En fin, se podría decir que éramos francófilos por inercia, puede que hasta fuéramos más educados, siquiera solo como recordamos a nuestros mayores, una sociedad donde todo el mundo independientemente de su origen, clase o educación se daba los buenos días por la mañana o sabía meter a su progenie en cintura. Entonces, cuándo se jodió todo. Por regla general se dice que fue la rápida e improvisada democratización de las formas y el trato que se vivió a raíz de la Transición lo que hizo concebir a buena parte de la sociedad española que esos modos de urbanidad pertenecían a una época de la que había que pasar página a toda costa, una época de dictadura que se había sostenido sobre la división de clases, la imposición de las altas sobre las medias o bajas, la sociedad de los señoritos, el “no sabe usted con quién está hablando” y todo en ese plan.

Sin embargo, yo tengo mis dudas, yo me temo que tal relajación de las formas empezó el mismo día que se sustituyó el francés por inglés en las escuelas. Ese día todo se vino abajo, ese día dejamos de ser aspirantes a franceses y nos precipitamos hacia el desastre. Porque no estábamos preparados para asumir el concepto anglosajón del libre albedrío, la responsabilidad de nuestros actos, somos latinos y en cuanto nos toca pensar por nosotros mismos nos damos al libertinaje, se nos va la olla. De ahí que poco más o menos fuera comenzar a estudiar los phrasal verbs y creernos que todo el monte era orégano, que no había autoridad alguna a la que respetar, que nadie era más que otro porque todos éramos igual de cazurros, que saludar a alguien por la calle, dar los buenos días o levantar la mano para preguntar algo era lo más parecido a rebajarse delante del enemigo. Aquel día aciago iniciamos el recorrido que nos ha llevado en la práctica desde el sabotaje a toda máquina o autoridad de los obreros luditas ingleses, pasando por el gansterismo del Chicago de los años 30 y todos los movimientos juveniles de protesta tipo hippies, rock, punk, grunge, gothic o lo que sea, hasta los ajustes de cuentas entre pandillas de negros aficionados al Hip-Hop y consumidores de crack. En fin, un desastre.

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