Que a ver qué se me pasa por la bola, me pregunta Feisbuk. Pues mira, majo, que vengo de estar un rato largo con mis hijos en el parque aprovechando que por fin ha salido el sol y hasta parece que estamos en junio, y no llego a casa poco deprimido ni nada. Te contaré. El sábado pasado me comenta mi hijo mayor, y esto como el que no quiere la cosa porque se le notaba que en realidad se la traía floja, que se ha puesto de moda el juego de la peonza en el patio de su colegio. Y claro, yo que tengo un hijo play/wii-adicto, de esos que el mundo que mola y tal, el único que de verdad les merece la pena, casi siempre suele estar en una pantalla, pues que de repente creo ver una luz al fondo del túnel y un aitatxo emocionado en el espejo. De modo que no me lo pienso dos veces, al día siguiente acudo con mis dos infantes a un kiosco para comprar dos trompos. Cuál será mi decepción cuando, en lugar de ver aparecer dos trompos de aquellos de madera que hicieron las delicias de mi mocedad, el kiosquero va y deposita sobre las palmas de mi mano dos artilugios de plástico, ambos de colores tan chillones como ligeros de peso. ¿Qué coño es esto? Me digo, le digo al kiosquero más bien, el cual me mira extrañado: “peonzas, señor”. En fin, no sé que me escamó más, si el que llamara peonzas a lo que en mi pueblo son trompos de toda la vida, que pretendiera hacerme creer que aquellos dos cacharros lo eran de verdad o porque me llamara señor.
En fin, menudo chasco, será el signo de los tiempos o yo que sé, que ahora todo parece que tiene ser tan ligero como efímero; pero, por lo que se ve, los trompos de ahora, lejos de ser aquellos mazacones de madera con los que podías abrirle la cabeza al tocapelotas de turno, aquellos venerados artilugios que tantos y tan buenos momentos te proporcionaron de crío, en realidad una de tus señas de identidad infantil dado que el trompo no sólo era un juguete, también era un objeto de culto que decorabas a tu antojo, con tus propias pinturas de guerras, que también pertrechabas para la misma a base de colocarle chinchetas y clavos como si se tratase de la armadura o cota de malla de tu caballero andante. No era para menos, a diferencia de lo que, según me cuenta mi hijo mayor, hacen ahora con los trompos de marras, en esencia ver cuál es el que más tiempo pasa dando vueltas, amén de algún que otro malabar en el que caso de los más habilidosos, en mis tiempos –y qué placer, qué placer poder utilizar esta expresión, poder darle la monserga a las generaciones venideras con tus batallitas por nimias que sean, casi lo único bueno de hacerse mayor- a lo que nos dedicábamos con los trompos era a la noble lid sobre una especie de círculo, coso, arena o ring, consistente en ver qué trompo quedaba el último después de haber expulsado a los del resto de contrincantes, y en su defecto, por qué no, para el ataque los clavos y la defensa las chinchetas, intentar partírselo en dos.
Sea como fuere, este pasado domingo y el lunes por la tarde me dediqué de lleno a intentar enseñar a mis dos retoños los arcanos del juego en cuestión, esto es, la técnica exclusiva con la que su padre ganaba campeonatos en el patio de su colegio o sobre la acera de la calle de su barrio, y ello sin desdeñar el estilo, imprescindible para vacilar un rato al personal, faltaría más. Y no se me daba mal, todo sea dicho, a diferencia de mi señora que no conseguía hacer bailar su trompo ni pagándole las clases en una academia, servidor consiguió hacer bailar esos horribles cacharros plastificados y ligeros como una cajetilla de tabaco vacía que son los trompos de ahora, eso y que cuando se ponen a dar vueltas me recuerdan las bolas de las discotecas de los ochenta.
Pues bien, como era mi intención seguir con las lecciones a mis dos retoños, hoy a la tarde, en cuantico ha llegado la ocasión, nos hemos bajado al parque a echar unos trompos, que decíamos entonces, pues. Menudo chasco, no sé si habrá sido por la ingesta voraz de un paquete entero de espaguetis al mediodía, que me sentía un poco cargado en el estómago, por la galbana que me estaba entrando a consecuencia de este repentino sol estival que ha llegado como de puntillas, pero el caso que hoy no he dado pie con bola. No sé si habrán sido cien, mil o un millón las veces que he tirado el trompo de marras y ni una sola se ha dignado y el hijo de la gran… industria mexicana que los fabrica, a ponerse de punta para iniciar su baile derviche. Nada, no había manera, y mira que lo intentado, que hemos cambiado varias veces de escenario por si era cosa del suelo, que he procurado utilizar toda la capacidad de análisis científico que no tengo para intentar aprehender desde un punto de vista racional el verdadero motivo de semejante desastre. Pues ni con esas, yo lo lanzaba y lo volvía a lanzar y no había tu tía, como mucho se me ponía panza arriba a dar vueltas, y eso sin contar las veces que ha salido volando con la cuerda incluida en plan hondero balear torpe, pero torpe de cojones. Lo dicho, un desastre inexplicable y cruel a la vista del cachondeo de mis dos hijos, que ya me estaban empezando a mosquear un rato con comentarios del tipo: “déjalo, papa, si eso, cuando venga mama que lo intente ella…”
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