viernes, 24 de diciembre de 2010

AÑORANZA


La foto con el Zaldiaran al fondo cerrado aparecía hoy a la mañana en la primera plana digital de uno de los periódicos con los que me empapo de las noticias del terruño. Lo encabezaba un titular que avisaba de que varios puertos de la red vial alavesa permanecían cerrados al tráfico. Luego ya mi madre, como de costumbre, me ha dicho por teléfono que no era para tanto, a ver si se va a asustar mi señora, para la que la nieve y el frío que hace por alli poco más que se le antoja Navidades en el Gulagh, y no va a querer ir para Nochevieja.

Leía esta semana en un periódico anglo, más bien anglo-irlandés, un artículo titulado Why we love a Scrooge at Christmas? Muy bueno, con mucha coña y también algo de sesuda documentación sobre la evolución histórica de la tradición navideña en Inglaterra, de cómo la reivindicación que hace Dickens del espíritu navideño en la figura de Ebenezer Scrooge también es la denuncia de la deshumanizada Inglaterra de la Revolución Industrial, aquella en la que la rápida y extensa urbanización ha erradicado muchas de las tradiciones navideñas ya muy mermadas antes del siglo XVIII por el rigorismo de los puritanos y demás confesiones para los que la celebración de la vida con más de un exceso siempre daba en pecado y a veces incluso en la hoguera.

Pero el irresistible atractivo de Scrooge no reside únicamente en esa reconversión, más que reivindicación, del malo malísimo en un encantador anciano que de la noche a la mañana recobra la razón y se pone a repartir felicitaciones y regalos a diestro y siniestro. No, su atractivo a lo largo de décadas ha residido sobre todo en la constatada evidencia de que, con la excepción de algún que otro memo que siempre anda suelto y para el que todo es siempre maravilloso por principio, en la inmensa mayoría de nosotros anida un Ebenezer Scrooge de alguna u otra manera, en diferentes grados de intensidad. Un Scrooge que irá rezongando hasta la cena de Nochebuena y que una vez inmerso ya en ésta, y a poco que le dé al frasco, acabará berreando villancicos e incluso abrazándose a la cuñada que siempre que abre la boca es para recordarte que tiene que haber de todo en la viña del señor, o al suegro que nunca te ha tragado porque está convencido de que la única razón por la que su hija te ha elegido de novio o de marido es para seguir llevándole la contraria como cuando era una adolescente. Y si no ya estarán los niños para recordarle que, al menos en estas fechas, ellos son el centro del mundo y por ello bien se merecen esas sonrisas que tan cara te resultan en estas fechas de tanta bobería.

Y en eso estamos, despotricando de la Navidad, temiendo lo peor, hablando de muertos por teléfono con los progenitores, poniéndonos tontos incluso de nostalgia cuando vemos una fotico en la prensa local y digital del camino hasta Berroztegieta desde la Ikastola con la nieve cubriéndolo todo, sabes que ahí al fondo está la casa de tus padres, las tristes navidades pero no por ello menos entrañables de cada año, cada familia tiene lo suyo, sus ritmos, nosotros mucha retranca pero escaso jolgorio, los villancicos como que para los centros comerciales, todo muy comedido, muy de hablar del precio del marisco este año y tirar de memoria grastronómica hasta los tatarabuelos, berza a la mesa (aquí la berza son hojas y a lo otro le dicen repollo, que es eso que cuando llegas a una aldea asturiana si la tienen para comer la hueles a kilómetros), almejas en salsa verde, gambas al ajillo, caracolillos, besugo y cordero para el día siguiente, polvorones, turrón de yema y frutas de Aragón. Eso y poco más es la Navidad que echas de menos porque era la tuya y ya no la tienes a mano, la Navidad es la infancia, se ha ido, la de hoy es otra cosa, forma parte de tus obligaciones de pareja y para de contar.

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