martes, 7 de diciembre de 2010
MADE IN CHINA
A ver si va a ser por mi culpa, que me he quejado hasta la saciedad de los malos modos y la falta de profesionalidad generalizada de los camareros de mi ciudad, que entro en cualquier bareto y es acercarme a la barra cruzando los dedos para que el que está al otro lado me atienda, ya no sólo o por lo menos en este primer cuarto de siglo, mucho menos que lo haga con una sonrisa, ni siquiera con celeridad, sólo que lo haga pronto y para de contar. Para qué esperar más del gremio del perpetuo ceño fruncido. Digo que a ver si va a ser por mi culpa que ayer entramos en un bar de Sancho el Sabio, el único que no estaba hasta los topes en una mañana con el cielo de vacile continuo, ahora sirimiri, luego sol, más tarde lluvia a cántaros y para rematar subidón de las temperaturas, y coño, que nos atiende una simpática muchacha nacida en el lejano oriente, allí por donde Marco Polo perdió los calzones o por el estilo.
Simpatiquísima, servicial y no menos eficiente, dos zuritos al canto, nos dio hasta un cuenco de patatas, lo que en cualquier otra ciudad pasaría por algo normal, hostelería obliga, pero que aquí es casi que para echarse hacia atrás de la sorpresa, ¿ánde va está?, ¡yo no pago eso! Puro reflejo de una parroquia acostumbrada a todo menos a que tengan detalles con ella.
En fin, que ya han llegado los chinos a la hosteleria patria, no les ha sido suficiente con sus restaurantes de comida rápida por lo poco que tardabas en ir al baño, sus almacenes todo a cien con peste a detergente tóxico, con expender su quincallería hortera, sus productos última tecnológia en el sentido literal de estar a la cola de todo, bombillas que no pasan de un encendido, pilas de duración lo que cuesta sacarlas de su envoltorio, calculadoras que suman dos más dos igual a tres o paraguas que es abrirlos en un día ventoso de lluvia y quedarte en plan el Joven Manos de Tijeras de Tim Burton. Lo dicho, tecnología punta. Pues que resulta que ahora también les ha dado por el sector hostelero, cuestión de alto voltaje si tenemos en cuenta que una cosa es despachar sus malas imitaciones de todo a precios de ganga, y otra muy distinta copar los que en nuestro subconsciente colectivo son considerados los verdaderos templos de nuestra idiosincrasia: los bares.
Y ahí estábamos por casualidad, en un bareto con nombre que recordaba a uno de los platos de la trilogia gastronómica china, en franco contraste con el resto de establecimientos de la misma calle a rebosar de gente con su copa y su pincho en la mano, al lado de la escasa media docena de jubilados que poco más que parecía haber aterrizado allí por despiste, cuando no por pura inercia poteadora, esto es, "¿pero aquí no estaba el Baroja?, ¡Y esta chiguita, será la nueva, que ojos más raros tiene la moza!. Eso y que a ciertas edades te sacan de tu ruta habitual de poteo y como te descuides te puede dar un pampurrio del esfuerzo de tener que memorizar los nombres de los nuevos bares.
En fin, nada que objetar a la triste evidencia de ese apartheid chiquitero o poteador que los nativos sometían al bareto conquistado por el imperio de sol naciente (que ya sé que éste era Japón, pero bueno, para lo que nos ocupa ya nos entendemos...) Pero, porque siempre hay uno, no vayamos de lo que no somos, de a mí me da igual que sean de aquí, ahí, allí o del coño su madre, de a mí todo me la sopla con tal de que yo pueda hacer otro tanto a gusto, soplar digo, la verdad es que el ambiente del establecimiento resultaba bien extraño. A saber si la intención de los nuevos dueños era conservar el encanto rancio, por no decir dejado, que le habían impreso los antiguos con el fin de intentar espantar la menor clientela posible, o simplemente que, como parece ser la tónica de muchos de sus negocios, con la compra del local ya se había acabado toda inversión en éste. El caso es que llamaba la atención y mucho no solo el raquitismo decorativo del bar (del gato dorado de los cojones con la patita arriba abajo mejor no hablamos), ese con una nueva capa de barniz van más que listos (y no tufaba poco ni nada ésta), sino las fotos en sepia con estampas de la Vitoria de principio del siglo pasado que colgaban en la pared del fondo, sino también, o sobre todo, la presencia sobre la barra de unos pinchos, típicos, muy típicos, básicos, de tortilla de patatas con tchaka, ensaladilla rusa, jamón serrano con queso, queso fresco con anchoilla, foi sobre setas o a saber qué. ¡Ni DIOS tenía uno en la mano! Eso sí, la mayoría los observábamos ensimismados, los pinchos y la mugre, como si más que para consumo fueran para dar el pego, bar de toda la vida, sí ya, llámame xenófono, racista o lo que quieras, a mí y a todos estos que no se creen lo que están viendo, que pase lo del cuaderno o los rotuladores todo a cien para el crío, pero el pincho de lo que sea me lo tomo ahí enfrente, en el Txiki o en los Rosales...(dedicado a Patxi), en cuestiones de papeo no me vengas con mandangas tipo diálogo de civilizaciones.
Pero no acabó ahí nuestro día de toma de contacto con la realidad del proceso imparable de globalización de nuestro entorno, vulgo, ¡que nos invanden los chinos!. Ya por la tarde de paseo con la chiquillada propia y de los amigos para lo de ver el Belem a tamaño natural de la Florida, ocurriósenos recalar en un local de una zona de la ciudad ya más tirando a, si no exclusiva o fisna, carera de cojones de Aranzabal, un local cuyo nombre recuerda el coito (y con esto ya está indicado para los que conozcan la zona) y hete ahí que también había llegado el peligro amarillo pero no tanto, habia llegado a un local de los que dicen con mala suerte, con la negra más bien, ahora en manos de la triada de turno, y a el que, a pesar de estar acaso solo un poco más decente que el de por la mañana, tampoco le faltaba su gatito dorado con la mano arriba abajo, como para salir corriendo... Eso sí, la pequeña pero también sumamente simpática y servicial camarera de ojos rasgados y sonrisa perenne nos atendió sin perder la paciencia ni por un solo instante a pesar de que cada uno de los seis adultos que estábamos pidió una consumición diferente, crianza de Rioja Gran Muralla incluído, digo que yo que por joder, sin proponérnoslo siquiera, pero por joder, la cosa genética o así, la costumbre más bien, no falla, y tampoco por el revuelo armado por los enanos sobre la barra. Tal es así que no sé yo si replantearme mis prejuicios atávicos acerca de la intrusión del contigente oriental en lo que viene a ser la cosa hostelera, el hábito sacrosanto del poteo. Con tal de que te traten bien, con una sonrisa incluso, casi que hasta me atrevería a probar un pincho de tchaka con mahonesa... o casi, no sé, la verdad es que me temo que no, soy humano, demasiado acaso, siquiera en las cosas del comer los gestos altruistas y hasta heroicos como que para otros.
*Esta mañana me he reafirmado en la convicción arriba expresada. Ha sido en el Tximiso, un inexcusable de nuestra ruta mañanera de pareja, con una barra de pinchos más que estimable y un trato otro tanto siempre y cuando esté alguno de los dueños detrás de la barra. Resulta que la camarera que nos atendía, una tal Zorraida o de por ahí abajo, lo cual demuestra que la estupidez no tiene fronteras ni certificado de origen, nos ha dado todo un recital a propios y extraños de cómo se puede ser borde y desagradable con la clientela, y esto sin excepciones, ponía mala cara a todo el mundo y por todo, pero todo. Parecía que la situación la superara, o puede que solo la fastidiara o lo que fuera, como si estuviera convencida de que solo le pagaban para lucir tipito o lo que fuera detrás de las bandejas de pinchos, y que no se te caíga el rimel por ello. Eso sí, premio tonto del año al encargado de contratarla; ni pegárse un tiro en el pie.
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