martes, 28 de diciembre de 2010
CALLE MAYOR
Vuelvo a ver después de mucho tiempo, pero mucho, CALLE MAYOR de Juan Antonio Bardem en una de esas cadenas de chichinabo que florecen bajo el aliento lejano del Tea Party con cuatro perras y un ánimo apenas disimulado de rescatar del baul de los recuerdos todo aquello, temas y personas, que parecía desterrado de puro viejo, rancio, inservible. La peli no, la peli es una obra de arte de cuando casi solo con el talento de unos y otros se podía hacer algo así. Será que ahora con la cabeza puede que un poco más asentada percibo cosas que antes se me escapaban de puro bobo. Me sigue pareciendo un peliculón, una historia cuya cercana veracidad la hace cruel como pocas. Claro que cercana en cuanto a que ese pasado reflejado en el fime, sin ser el tuyo ni mucho menos, sí es el de tus padres, el que te han contado, ó más bien te cuentan a todas horas en cuanto tienen la ocasión y con todo el derecho y gusto del mundo. Así era la España de los cincuenta, prácticamente en blanco y negro como la película, puede que una inmensa provincia interior por obra y gracia de un régimen para el que la autarquía no solo económica era todo un modelo a seguir. Pequeña, pacata, provinciana, puede que solo un poco más de lo que también lo eran en otros paises de nuestro entorno, y no me refiero en exclusiva a los más cercanos, Portugal, Italia, también esos otros que siempre vimos desde abajo en respuesta a cómo nos miraban ellos, Francia, Alemania. Siempre más cerca de Clarín que de Stendhal. En todas partes cueces habas pero no con las mismas recetas. La España blanquinegra del franquismo no respondía solo a las rémoras de su historia; país que había perdido uno tras otro el tren de la modernidad, atrapada en el poso pringoso en el que estaba sumida tras siglos de intolerancia e integrismo católico, y que los vencedores de la Guerra habían vuelto a restablecer como horizonte ya no solo moral sino también ideológico. Solo así se entiende la envergadura de la historia que se cuenta, el crudo realismo de la broma que unos señoritos de provincia aburridos y brutos a más no poder someten a una pobre víctima de esa España católica a macha martillo.
Dicen, te dicen, que es una historia del pasado, de cuando el clima social y moral de aquella España no era mucho más diferente de lo que lo puede ser hoy en día cualquier país islámico, allí donde también la mujer apenas pasa por ser una subordinada a los intereses o simples apetencias del hombre, siempre un par de pasos por detrás de éste, al amparo de una religión, y sobre todo de la moral derivada de ésta, que sentencia y alienta semejante estado de cosas. Puede que así sea, que la diferencia apenas estribe en un asunto de indumentaria y arquitectura, que lo que fuimos todavía lo son otros y de ahí la brecha que todavía nos separa, o al menos eso nos gustaría creer. Sin embargo, toca preguntarse, de eso va en esencia la impresión que deja el visionado de una película de los años cincuenta, hasta qué punto ha desaparecido aquella sociedad que refleja, dónde permanecen los restos de ese mundo pequeño, cerrado, horrible, ¿ha desparacido la provincia como estado del alma antes que mera descripción geográfica?, ¿ya no hay tontodromos, esto es, Calles Mayores como la de la película, un adios, hasta luego, qué tal, has visto a ese, a cada paso?, ¿estamos todos subidos al carro de la modernidad independientemente de dónde hayamos nacido o vivamos?, ¿qué hostias es eso de la modernidad?
Claro que la provincia es un estado del alma antes que una simple cuestión de dimensiones geográficas; no hay poca provincia ni nada en una ciudad de gran tamaño, en toda una capital, a poco que salgas a comprar el pan y el periódico un domingo a la mañana o pongas el oído en cualquier conversación de barra. Entonces la gran ciudad se descomponen en multitud de pequeñas. Haberla hayla, y cuanto más pequeñas son éstas más posibilidad hay todavía de verse inmerso en un mundo no poco más distinto del de la película. Claro que también depende y mucho de dónde y cómo. Hay ciudades, independientemente incluso de su tamaño, mucho más volcadas hacia dentro de lo que lo están otras, ensimismadas que se dice, con un apego inusitado por un modo de vida que se resisten a desterrar del todo pese a los tiempos. Les gusta, algunas lo tienen incluso como seña de identidad, "semos ansí de burros, ¿pasa algo". Y por si fuera poco esta concepción de la vida mirando siempre hacia atrás, no nos vayamos alejar demasiado de donde venimos y demos en lo que no queremos ser de ningún modo, modernos, tolerantes, libres, también tienen sus paladines, y no todos están en los partidos llamados conservadores, dedicados en cuerpo y alma a conservar en la medida de lo posible la mayor parte de aquel legado. A veces ni siquiera son ciudades, sino más bien grupos, sociales, laborales, vecinos de una urbanización, socios de un club exclusivo, la asociación de cazadores de conejo de Villamayor, la tan cacareada como chorra transversalidad de la que ahora habla todo el mundo.
Otra cosa es, como me decía alguien que por edad y origen conoció aquel mundo de primera mano, que cada uno se construya su propia ciudad a su imagen y semejanza. No importa dónde vivas si lo que sabes es vivir y punto, siempre al margen de las convenciones o las costumbres inveteradas, y que no te gustan o no compartas, del lugar de residencia que te ha tocado en suerte, de espaldas al devenir del prójimo siempre y cuando no pase de la minucia o memez del día, los problemas de la escalera, las cuitas de tus paisanos con el ayuntamiento o la trascendencia histórica de un cambio de itinerario de la procesión que lleva a hombros la imagen del Patrón del pueblo.
La intención del consejo no podía ser mejor, en parte porque lo era de un hombre mayor a otro joven recomendándole no gastar toda su energia en un inconformismo baldío para así poder dedicarla a un conformismo egoista, mi pequeño reino de puertas para dentro, mi cabaña particular en la Selva Negra, la tan gozosa como abotargadora soledad entre libros, discos y películas. Sin embargo, no cuela del todo, ese sobreponerse al marco geográfico que le ha tocado a uno requiere mucha voluntad de exilio interior, siquiera una autosuficiencia para la que el común de los mortales nos estamos preparados porque el espacio sí nos influye, no es lo mismo la inquietante y a ratos hasta plácida soledad de la aldea de cuatro casas que el bullicio excitante y acogedor de la calle céntrica y transitada a todas horas, tampoco lo son las posibilidades de esparcimiento, y sobre todo de perderse, de la ciudad grande y la pequeña, ni siquiera el privilegio de poder plantarse en un momento desde el centro de uno de éstas a las afueras silvestres con sus senderos entre prados y bosques, del horizonte inabarcable y asfixiante de asfalto y cemento de la gran ciudad a rebosar de almas en pena, gentes que no miran, que son también invisibles. Tampoco lo es el aire que se respira en la meseta que en la costa, eso lo sabemos bien los que siendo de interior pasábamos de pequeños los veranos en pueblos costeros, todo se trastocaba en nuestro ánimo, por eso idealizábamos el tiempo lejos de nuestra rutina de asfalto y fines de semana en el campo más cercano y cerril, donde el único mar era de viñedos y el viento tramontano, todo nos parecía mejor, más afable y libre incluso, no confunde ni nada la kresala (olor a salitre) a los de secano, junto al mar, a merced del aire del mar, del itsasaixea, como te descuides te subes a un barco y te plantas en la Habana, fantaseábamos con que un día nos retiraríamos a vivir allí, a espaldas entonces de la ciudad cuyo paisaje y paisanaje nos asfixiaba. Luego ya con el tiempo aprendimos que a los de allí les pasaba otro tanto: estaban deseando escapar de la postal en la que vivían, de los efectos a ratos impredecibles del jodido itsasaixea, que nadie con un mínimo de nervio en su interior estaba a gusto en su sitio, problablemente no lo estaría nunca en ninguno, con el tiempo todo se nos queda pequeño, pájaros que como no levanten pronto el vuelo siempre acaban cagando en su propio nido. Por eso no estaba de más el consejo, puede que merezca la pena intenta encontrar nuestro sitio en un conformismo hecho a medida, puede pero no tanto.
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