viernes, 18 de febrero de 2011
EL CAIRO NUEVO
Lectura de EL CAIRO NUEVO del premio Nóbel egipcio Naguib Mahfuz, tenido como padre de la prosa árabe. No sé hasta qué punto podemos calificar a esta novela de menor, al menos en comparación con otras más conocidas con Jan-al-Jallili, El Callejón de los Milagros, Trilogía de El Cairo o Hijos de Nuestro Barrio. En todo caso, se trata de una historia, que si bien acaba adquiriendo cierto tono de folletín, emparienta sin lugar a dudas con éstas de su llamada segunda etapa literaria, es decir, entre la primera dedicada a la fabulación histórica con el antiguo Egipto como referencia, y la tercera y última en la que predomina lo espiritual, el surrealismo y cierta mirada desengañada, escéptica de la realidad.
El Nuevo Cairo es, por lo tanto, una de esas historias del realismo social tan en boga en su época, con las que el autor describía el Egipto moderno, en especial a sus gentes y también, siquiera de refilón, la influencia de los acontecimientos históricos del momento en estos. La que nos ocupa se sitúa todavía en el periodo monárquico previo al golpe de estado de Nasser. En la novela Mahfud nos presenta tres arquetipos de jóvenes egipcios del momento, distintos en cuando a clase e ideología, puede que sobre todo en filosofía de vida. Con todo, el protagonista principal será Mahyub Abdudaim, el joven estudiante de humilde extracción, resentido por su pobreza, burlón y egoísta que sueña con alcanzar un estatus social alto donde corre el dinero y se supone el respeto que en el Egipto de las abismales desigualdades sociales se les niega a los que son como él. Se trata por lo tanto de una historia de ambición que acaba con un final hasta cierto punto moralizante, pues la desgracia que deriva del empeño en alcanzar ese estatus no es tanto el resultado de las malas artes del protagonista, de su actitud inmoral y descreída ante la vida, como del puro azar que le ofrece unos caramelos a los que él no podrá resistirse, puede que no tanto como ejercicio de ese descreimiento ético del que hace gala como de su propia situación de penuria y desamparo. Así pues, el juicio negativo o la lección que se podría sacar del modo poco ortodoxo como asciende y la caída de Mahyub no lo es tanto a partir de sus actos particulares como del entorno en el que está inmerso y en el que él apenas es otra cosa que un figurante. De ese modo, y como en casi toda su obra, el verdadero protagonista de las novelas de Mahfuz es el propio Egipto, el de entonces y el de ahora, el Egipto que lucha por emanciparse de su atraso ancestral, de las cadenas de una tradición que viene del medioevo y también de su sumisión secular al poder extranjero y sus cómplices nativos, siempre con el fin de tomar el tren del progreso, el cual se verá con el tiempo que pasa una y otra vez de largo porque los maquinistas de la locomotora nunca son los indicados, a veces porque no están preparados para ello, prometen más de lo que pueden como el propio Nasser, y otras porque en realidad nunca ha sido esa su verdadera intención, y además no pueden serlo porque en el fondo desprecian a su pueblo y se sirven de este desprecio para sus propios intereses, como en el caso, claro está, del recientemente derrocado, o sólo apartado, Mubarak.
Sea como fuere, la escritura de EL NUEVO CAIRO responde una vez más al trazo rápido, sencillo y certero de esta segunda etapa del premio Nobel, sin más perifostios literarios que los necesarios, una trama hasta cierto punto igual de sencilla, insisto que recuerda y mucho en la forma a un típico culebrón egipcio, y no tanto en el fondo, si no más bien todo lo contrario; lo que en la gran industria audiovisual egipcia (el primer productor del mundo árabe gracias a lo que su cultura y en especial su darija, o dialecto del árabe, es el más conocido por una comunidad de hablantes que desde fuera se piensa que hablan todos una misma lengua, como el español en América o el inglés otro tanto, y no es así, su realidad se parece más a la de los países de habla romance en la Edad Media que hablaban cada uno su propio idioma y tenían a una lengua muerta, el latín de la que provienen las suyas, como lengua oficial de cultura) apenas es otra cosa que divertimiento y el trato superficial y sumamente melindroso de ciertos temas peliagudos de la sociedad egipcia, en los libros de Mahfud, bajo esa apariencia de falso culebrón, es todo lo contrario, un verdadero retrato poliédrico de esa misma sociedad a través de la mirada de su autor.
De este modo, y claro está que teniendo en cuenta que ninguna mirada de autor, por muy encomiada o empática que nos parezca, es inocente, sólo queda destacar la gran oportunidad que nos brindan este tipo de novelas para, si no tenemos opción de viajar a esos paises o si lo hacemos de escapar de las garras del correspondiente guía turístico (el cual, por cierto, probablemente te conducirá hasta el café El Fishawy en el famoso barrio del Jan-el-Jallili, donde acudía Naguib Mahfud a diario antes del atentando, para eso tan cutre del turismo literario consistente en fisgonear en los escenarios vitales de un autor como si por serlo estos estuvieran imbuidos en halo mítico, legendario, pasen y vean, a hacer caja: y aquí también cagaba el autor todos los días después de cada comida...) penetrar en la realidad de unas sociedades que la mayoría de las veces nos son presentadas por nuestros medios occidentales desde una óptica de lo más simplista, monolítica, reduciéndolas en su conjunto a todos los tópicos y lugares comunes que nos son familiares, a veces incluso con fines poco o nada transparentes, sospechosos, sea con el fin de aprovechar el morbo que suscitan para extender el miedo o el recelo entre el público occidental, casi siempre a cuenta del fantasma del islamismo, tanto o menos que otros integrismos con los que convivimos a diario en nuestras sociedades, o con ese otro, todavía más repulsivo y que en estas últimas semanas se han revelado en toda su patética crudeza, ahí está la Trini o su homóloga francesa para ilustrarnos al respecto, de extender la idea, hoy ya completamente deshecha gracias a los recientes acontecimientos, de que esos pueblos no tienen remedio, no están hechos para la democracia, llevan el germen del fanatismo en sus genes, y por eso están bien, estaban, a merced de sus respectivos déspotas, que para algo eran nuestros amigos y mejores socios, nos metían en vereda a su gente y además hacíamos negocios con todas las ventajas del mundo.
Esa y otras ideas simplificadoras como la que nos revelan algunas voces acerca de la ocultación que se ha hecho durante todas estas semanas del papel decisivo del movimiento obrero en el derrocamiento de Mubarak, algo que contrasta y mucho con esa otra imagen más romántica y puede que interesada, de masas espontáneas de ciudadanos mayoritariamente jóvenes convocados mediante emails o el Facebook, amén del recurso al peligro islamista de la mano de los Hermanos Musulmanes, los cuales apenas se sumaron a la protesta pasados ya unos días y procurando no tomar protagonismo alguno. Dicho de otro modo, nos han vendido la imagen romántica y muy mediática de la muchedumbre en la Plaza Tahrid, o de La Liberación, y poco o nada nos han hablado de las movilizaciones y huelgas celebradas a lo largo de todo el país en los principales centros productivos, probablemente el verdadero motivo que hizo echar a temblar a la oligarquía militar que gonernaba, mangoneaba y reprimía bajo los auspicios de su ya derrocado faraón.
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