domingo, 6 de febrero de 2011

EL GRAN VÁZQUEZ


Peláez, el contable gris, mezquino y retorcido de la Editorial Bruguera, se escuda a lo largo de la película El Gran Vázquez en la supuesta e innata inocencia de los niños para justificar el rechazo que le provoca el trabajo del gran maestro de los tebeos. Puede que ese sea quizás uno de los momentos de mayor indignación de la película, aquel en el que el niño que uno era, consumidor insaciable de prácticamente todos los tebeos de la factoría Bruguera, admirador incondicional -cuando uno ni siquiera sabía lo que era eso- no tanto de los personajes de Vázquez como de la leyenda de éste; claro que así nos ha ido..., se rebela ante la desvergüenza del tal Peláez al servirse de los tiernos infantes de coartada para justificar la inquina que siente hacia el Gran Vázquez y su obra.

Claro que apenas se trata de uno de los momentos de la película en los que uno creer haber retrocedido a su infancia, quizás a uno de los más gozosos de ésta, su pasión por los tebeos, la fascinación y el cariño que le inspiraban personajes como Las Hermanas Gilda, Anacleto, El Abuelo Cebolleta, mi favorito Angelito (no me recuerda poco ni nada a mi propio "monstruo") y no digamos ya el plácer inconmensurable y puede que hasta contestatario, avant la lettre porque insisto que uno era un niño y estas cosas ni se las planteaba, simplemente andaban ahí germinando hasta explotar ya en plena adolescencia, de toda la fauna tan atrabiliaria como entrañable de 13 Rue del Percebe, verdadero retrato casi que brueguelesco de la España de entonces y, de tener en cuenta que la mayor parte de su encanto reside en la tradicional picaresca española de los perdedores, puede que hasta de siempre.

La película cuenta las andanzas siempre a caballo entre la picaresca pura y dura y lo meramente canallesco, esto es, entre en la ristra de triquiñuelas y pequeños apaños que un superviviente de aquella España a imagen y semejante del contable Peláez, debía hacer para sobreponerse a la resignación o la modorra existencial del resto, y las consecuencias patéticas y también dañinas del comportamiento egoísta e inmoral del personaje. De ese modo, y aderezado con continuas referencias al ya periclitado mundo de los tebeos de Bruguera con el que crecimos tantos y tantos de nosotros, no sólo disfrutamos de la comicidad innata de muchas de las peripecias del canalla de Vázquez, la sonrisa instintiva que nos provoca el vividor que se burla de las convenciones sociales, que se pitorrea hasta de su sombra y más en especial de la pusilanimidad de la mayoría pacata y sumisa que le rodea, incluso del ejercicio de libertinaje frente a la miasma sociológica de la época, sino que también nos adentramos en aquella España en la que los Peláez se enseñoreaban, esto la mediocridad de los que en aquel momento tenían la sartén por el mango -no mucho más diferente de la de los de nuestro época, claro está-, y ya más en concreto, o como ejemplo diáfano de esta misma, el recuerdo de cómo los de Bruguera explotaron a tantos y tantos creadores de tebeos hasta el punto de adueñarse en propiedad de lo que es la médula de su obra: los personajes. Un episodio que solo es uno de tantos de la arbitrariedad reinante en aquella época, la desprotección del autor frente al abuso de la empresa de turno -sí ya, tampoco es que hayamos progresado esencialmente...-, pero a la que había añadir la poca o nula consideración social que inspiraban los caricatos como Vázquez, Ibáñez, Escobar y compañía, en lo esencial gente poco sería que se dedicaba a sus monigotes porque no sabían hacer otra cosa en la vida.

En cualquier caso, una gozada de película en la que hasta Santiago Segura está menos Torrente de lo habitual en su actuación, a lo que también que hay que añadir que ayuda y mucho toda su habitual retahíla de gestos sarcásticos y su, creo, innata mordacidad en la casi perfecta recreación del auténtico Manolo Vázquez. Y aún así, apenas una gota más en lo que es un mar de excelencia, una película que no quiere ser más de lo que es, un homenaje sentido a uno de nuestros iconos infantiles y puede que también un retrato de época, y sin embargo, acaba siendo algo más, supongo que porque no pretende sustentarse única y exclusivamente en la comicidad de la anécdota más o menos chusca o canalla, sino que va más allá dado que a medida que transcurre la película, que llevamos un tiempo ya acompañando al personaje en sus calamidades existenciales, la risa ya no lo es tanto porque empezamos a identificar a las verdaderas víctimas de sus actos, sus seres queridos, la casera que no tiene la culpa de serlo por mucho que él la considera una pieza más del sistema contra el que dice estar a la gresca, en franca rebeldía, y es entonces cuando percibimos los daños colaterales de esa apuesta de Vázquez por una especie de insumisión anarco-facinerosa ante la vida que atrae tanto como repele porque en el fondo se nos antoja un canto, si bien un tanto avieso, a la libertad del individuo frente a toda la mierda de convecciones sociales a las que el resto nos sometemos. Si lo es de buen o mal gusto, cada cual tendrá que ser sincero consigo mismo. Ahora bien, sirva como ayuda para entenderse a uno mismo confesar qué impresión provoca el Vázquez terminal, ya en plena democracia y apartado del éxito popular de sus inicios, malviviendo como siempre a salto de mata con sus correspondientes visitas a la trena, figura ya del comic marginal y subversivo, de aspecto inusualmente zarrapastroso, cuando no enfermo, en comparación con ese otro perfectamente trajeado de la mayor parte de la película. Supongo que para muchos se trata del canto del cisne del personaje, la degeneración definitiva a la estaba abocado desde la primera escena de la película, la imagen esclarecedora y hasta justiciera de hasta dónde te puede llevar una vida como la suya. Pues bien, a mí desde luego se me antoja todo lo contrario, un Vázquez liberado de sus ataduras del pasado, de las atarduras de la vida en suma, y feliz, quizás como sólo lo puede ser un canalla irresponsable, pero feliz, y libre, claro que libre; y ahora a aguantar el temporal de las reconvenciones del prójimo; que si eso es lo que quieres para ti, que hay que madurar, que la vida es una cosa seria, que bla, bla, bla... ni opción a la pataleta.

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