domingo, 29 de enero de 2012

EN SIBERIA GASTEIZ





Nieva, nieva sin parar en este preciso momento matutino en el que me pongo a darle a la tecla desde el escritorio de mi padre, frente a la ventana que da al jardín y prácticamente bajo la sombra del campanario de la iglesia de Berroztegieta. Caen copos como maná bíblico, copos si el cielo se estuviera descascarillando por momentos. Tengo delante de mis ojos una vista preciosa, de postal invernal: un fino manto níveo sobre la hierba, los tejados de las casas y la iglesia del pueblo, el cielo de un blanco estremecedoramente opaco, como si no lo hubiera, como si lo hubieran borrado.

Nieva por fin porque ya estaba anunciado desde ayer. Lo anunciaba el frío que hacia en las calles por la mañana, el viento estepario que nos azotaba por las calles de la zona alta gasteiztarra a los intrépidos o incautos que salieron anoche de parranda, que golpeaba con saña incluso en la calle del Abrevadero que comunica la calle Francia y Nueva Fuera, que nos estuvo persiguiendo a lo largo de toda la Cuesta de San Francisco hasta llegar a la puerta del Aldapa donde encontramos refugio y el calor de unos carajillos.

En fin, un invierno tardío que con todo lo que se quejó anoche mi señora mientras tiritaba, ni siquiera le llega a la suela de lo que solía ser habitual por estas fechas en esta ciudad. Nada que ver con las noches de vaho y escarcha que eran la regla general desde octubre a marzo, de cuando era salir a la calle y empezar a helársete el lóbulo de las orejas, a emular dragones que echan humo por la boca, a deslizarte sobre charcos helados o que estaban en ello, a pasarte media hora o más intentando quitar la capa de hielo de los cristales del coche con la ayuda de la calefacción y el canto de una cinta de música de las antiguas, o la carátula de un CD, para poder montarte y marcharte a casa al reencuentro urgente con las sábanas de tu cama. En fin, que no se queje tanto, eso es cosa mía, para eso abrí este blog.

Anoche te entraba el frío por y hasta la rabadilla, y aún así lo pasamos de cine, como de costumbre, cenando con los amiguitos en... el Ochandiano de la calle Francia. La idea era haber ido a cenar al Bodegón Gaona para poder comprobar in situ las razones de la fama que ha adquirido el mismo como lugar de peregrinaje para todos los amantes de la gastronomía local, la de siempre, la de casa, la del rancho de los currelas que la familia Gaona lleva sirviendo toda la vida desde que llegaron de Bargota en plena posguerra, de la Navarra donde empieza la denominación Rioja en el antiguo reino (de hecho comenzó como el típico despacho de vino que muchas familias de la rioja alavesa y alrededores solían abrir antaño en la capital para vender el caldo familiar), y de ahí que su cocina sea la típica de la mayoría de la zona, mucho chipirón en tinta, asadurilla y patorrillo, hígado, callos, rabo, carrilleras, bacalaos con tomate y al pil-pil, mucho pimientico relleno y en tiras, mucha guindilla y vino por supuesto que a raudales. De modo que tras varias décadas de duro trabajo ha recibido el refrendo y hasta la adoración de los gurus de la crítica, ya sea en la prensa escrita o en boca de ese rey Midas de los fogones llamado David de Miguel. El caso es que nos acercamos a la mañana hasta el susodicho bodegón, en lo que hasta no hace mucho eran las afueras de la ciudad, Portal de Villarreal, a las puertas de los polígonos industriales de Gamarra y Betoño de donde les llegaba la clientela, y el encargado que me dice que no abren las noches del sábado y el domingo, que tampoco es cuestión de hacerse millonarios, será por dinero, ahivalahostiapues, si con lo que sacan entre semana ya tienen de sobra, lo otro sería codicia o algo peor.

En cualquier caso, la anécdota nos valió para discutir anoche sobre lo que haría cada uno, o lo que creía cada uno que habría que hacer en esos casos, si de verdad tienes la ocasión de poder hacer caja y en vez de ponerte a ello renuncias porque prefieres dedicarte a otras cosas más lúdicas que lucrativas en la convicción de que ganando lo suficiente para vivir y bien, entonces para qué pringar sin descanso. Servidor abogaba por aprovechar el tirón mientras dure, siquiera delegando el finde o lo que fuera en manos de terceros, y eso porque como es de familia de autónomos y sabe de épocas de vacas gordas y flacas, pues que nunca se sabe, lo mismo te sacan un día en las páginas del Correo o El Diario Vasco poniéndote por las nubes, como lo pueden hacer al otro en el boletín de anuncios de embargos, así es la vida.

El caso es que estábamos dándole al palique en el comedor del Ochandiano, restaurante de toda la vida de la Calle Francia, de cuando todavía estaba la estación de autobuses enfrente, conservado casi que en formol con su decoración rústico-jatorra (castiza), mucha viga de madera, mucha quincallería en forma de trastos de labranza en forma de uztarris (yugos), arados antiguos, instrumental de arriero y calderero, de pelotas, palas y cestas de jugar al frontón, mucho adorno en forma de parra con su racimo de uvas, de escudo euskalherriako, de la provincia y sus villas, mucha foto en sepia de la ciudad y en color de la cuadrilla de blusas que se reune allí, mucho azulejo con las leyendas castizas en forma de loa al vino o de advertencia rimada para gorrones. En resumen, mucho abalorio de acumular polvo y nostalgia. Se diría que a fuerza de acumular trastos, o dejar que otros lo hicieran -toma esta fotico de mi pueblo que mira qué bonito ha salido/pon ahí esta fusta de darle a los bueyes con la que mi viejo me deslomaba de pequeño...-, ha acabado dando en uno de esos establecimientos que dicen castizos, auténticos, de como eran antes las cosas o queremos imaginar que eran. Ya escribí en su momento que un sitio como el Ochandiano sería el equivalente a un pub dublinés o una cervecería checa con solera, que a la primera cita en el suplemento dominical de turno la gente se daría de codazos para entrar.

Bueno, a lo que íbamos, nosotros de charleta, picoteo y trago de cosechero (un cosechero de nombre Betikoa, de los Basoco de Villabuena de Álava, elaborado mediante el sistema de maceración carbónica tan típico de la Rioja Alavesa, para mi gusto con tanto carbono que hasta saltaban chispas dentro de la boca...) y en eso que de repente se va la luz, aparece una de las camareras tarta en mano con una de esas velas que también saltan chispas (de hecho yo pensé que nos traían la tercera botella...) y ponen el altavoz del aparato de música a todo volumen para que escupa la versión hip-hop del, tócate los cojones, cómo para no alucinar en colores, Zorionak Zuri (la versión vasca del Cumpleaños Feliz). Pues que resulta que en la mesa de enfrente había una cuadrilla de mozas celebrando el cumpleaños de una de ellas, y parece ser que es costumbre en el Ochandiano, y vete a saber en dónde más, de tener ese detalle con los clientes adolescentes, que te apagan las velas, te sacan la tarta con una vela y te ponen el Zorionak Zuri en versión discotequera; servidor no sabía donde meterse de pura vergüenza ajena. Las chavalas locas de emoción a no sé cuánto el clarete que estaban pimplando, eso sí todas como cortadas por el mismo patrón, llamémosle euskotxoni de acuerdo con esta maldad sin límites que me embarga y caracteriza, esto es, todas entalladitas a lo aprieta, aprieta, que salga teta de donde sea y se me afine bien ese culo pastora que tengo, largas melenas ensortijadas con los inevitables cortes de hacha en el flequillo, profusión de abalorios etno-patriótico-reivindicativos en las orejas, cuello y muñecas de la mano, con el tradicional collar con lauburu casi que omnipresente, y en general un desdén climático digno de encomio. Pues no resulta poco curioso ni nada con qué garbo e indiferencia, esto es, con las cachas al aire o la minifalda a la altura de donde la imaginación ya es una paja en ciernes, suele enfrentarse por las calles de Gasteiz el sector femenino de la muchachada al invierno con amenaza de nieve y hielo. Increíble, increíble lo que nos estamos perdiendo por no tener veinte tacos ahora, que nos comentábamos rijosamente un amigo y yo por los bajines, vamos, para que no nos oyeran nuestras señoras y pudieran confirmar así por enésima vez el tipo de cafres con los que se encaman a diario, con la mirada a medio camino entre un estudio sociológico de barbecho y mucha lascivia retrasada en estado puro (la mirada de mi amigo, que la mía de qué, si soy un santo...)

En cualquier caso, hay noches que parece que sales por ahí sólo para que te recuerden lo viejo que te estás haciendo. Como que hasta nos volvimos a sentir desubicados cuando pedimos la cuenta y alucinamos por lo barato que nos salía la ensalada, morcilla, carrilleras de ternera y unos patorrillos que, bueno, como en casa de mama..., con sus dos botellicas de cosechero, sus dos patxaranes caseros por cabeza y los licores de las señoras, amén de los cafeses, todo a quince euros por barba. Algo insólito por estos pagos en los que dos potes con pintxos te sale ya por diez euros, puede que hasta delictivo si se entera el gremio correspondiente. Se conoce que los precios están ajustados a los bolsillos de la alegre y beoda muchachada que frecuenta el local, casi todas las cuadrillas bajaban la media. Cuadrillas de jovencuelos; ellas con sus faldas hasta la rabadilla y sus flequillos de corte de hacha en una esquina de la mesa, y ellos, con sus polares y sus coletillas del cogote, en la otra; entrañable esto de la pervivencia de ciertas costumbres locales a lo largo de generaciones.

Menos mal que luego recabamos en el Aldapa para lo de entrar en calor a base de carajillo. Allí al menos no desentonábamos tanto, la media por los cuarenta, grupos de treintañeras y más a la caza del hombre perfecto que nunca aparece (ahí va a aparecer él en todo caso, para ti en exclusiva, guapa), mucho aldeano en plan como no pille esta noche me apunto directamente a Granjero busca esposa, mucho solterón de ginmasio en plan él que tuvo retuvo, y de ahí la convicción de que todavía se puede ir a los cuarenta y tantos con camisetas ajustadas marcando pesas en pleno invierno, o simple y llanamente luciendo en todo su esplendor la barriguilla cervecera como un mocoso quinceañero de dicosteca poligonera. Eso y venga a dar la chapa a las pobres, a repetir los chistes y paridas de toda la vida, en medio del coro de solteronas o casadas en su sábado de picos pardos (vamos, que el maromo se ha ido de cena de cuadrilla), el mismo que luego se reirá de él a sus espaldas, ¿ánde va éste payaso con coleta y la frente más despejada que pista de aterrizaje del aeropuerto de Castellón?, como que todavía pude reconocer a tipos que veía hace diez años y en el mismo sitio tal cual, convencidos de ser unos desaprovechados e incomprendidos Brat Pit de provincias; no sé si me dan grima o sólo lástima.

Así acaba la crónica de la noche, de hecho las que más disfruto contando, rememorando por escrito, por muy anodinas o caseras que se le hagan a algunos, que ya sé que ni en cuestiones de comicastros o parrandas llegará uno nunca a altura de la literatura de mantel, partida de dominó y tertulia de casino de un Pla, Cunqueiro, Vázquez Montalbán, ni nadie por el estilo. A mí me la repampinfla, el que prefiera crónicas de viajes relámpago a Nueva York o el relato de un descenso en canoa por un río africano, que busque en otro lado. De hecho, no creo que haya nada más agradecido, reconfortante, entrañable, que rememorar los buenos momentos pasados en compañía de la gente que quieres, con la que disfrutas riendo y bebiendo, hablando de lo humano y lo divino, a ver quién la suelta más gorda, quién explota antes con el picante de esa alegría... Luego ya vendrán tiempos duros, siempre vienen tarde o temprano, tiempos de congoja por lo que sea, de desgracias propias o ajenas, entonces no habrá muchas ganas de farra, de vernos para echar unos tragos. Entonces, cuando estemos postrados en una cama con un cuentagotas colgado del brazo y a merced de la mala hostia de una enfermera o del paternalismo ramplón del médico de turno, añoraremos corrernos una buena juerga de las de antes, meternos entre pecho y espalda esos carajillos o patxaranes que probablemente ya nos habrán prohibido, nos echaremos de menos, puede que hasta soñemos con calles heladas de madrugada y escarcha bajo nuestros zapatos.

Por cierto, ha dejado de nevar, la chapa metálica que cubría el cielo ha desaparecido y vuelven a verse las nubes grises y vacilantes, amén de un solazo primaveral completamente extemporáneo. Eso significa que de momento no tenemos que preocuparnos por si cierran el puerto de Altube y no podemos volver a Oviedo. Bueno, volver, volver, para mí siempre es marchar, marchar.

2 comentarios:

  1. Me gusta que me pongas al día sobre vuestras andanzas.
    Pedro

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  2. Bueno, Pedro, más que andanzas son pitanzas...

    Un abrazo

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