jueves, 5 de enero de 2012

ENTRE LA EVOLUCIÓN Y LA RESTAURACIÓN



Parece que, como nos quejábamos en demasía del invierno de pega que hacía en Vitoria, que ya no es sólo que no se viera un maldito copo de nieve, sino que incluso resultaba imposible echar vaho por la boca como está mandado en esta época de año, pues que nos fuimos el martes por la mañana hasta Burgos con la intención de ver el Museo de la Evolución Humana que han puesto al lado del Arlanzón. ¡Dios todopoderoso y señor omnipotente al cuadrado, qué frío hacía en la capital castellana, pa habérsenos helado los cataplines nada más bajar del coche! Un frío que se te metía por debajo de los pantalones, un frío terrible, que cortaba como cuchillas de barbero gitano.

En fin, ya en el Museo ese de la evolución humana que se han montado allí para aprovechar lo que sacan de Atapuerca, pues que la cáscara del asunto una maravilla, impacta, siquiera sólo por el contraste de sus líneas y tal con el entorno del Burgos más tradicional. Luego ya la clara del huevo, es decir, el museo por dentro, pues la verdad que impacta por el espacio que alberga, la amplitud que te encoge y la cómoda y holgada distribución del contenido. Ahora bien, la yema ya es otra cosa. Pase el material relativo a Atapuerca, que como información sobre el yacimiento, los trabajos y logros llevados a cabo en el mismo, es bastante aceptable (pocas piezas de Atapuerca, pocas); pero, el resto relativo al tema de la evolución se queda cortísimo, apenas lo que todo quisque debe llevar sabido del cole antes de ponerse a ver los paneles, que si quién era Darwing y los distintos homínidos antes de llegar al sapiens (amén de la reproducción aproximada de éstos a tamaño natural que demuestra que muchos de ellos no se han extinguido del todo, que sólo están camuflados entre los sapiens, como que basta con acudir a cualquier fiesta de pueblo, campo de fútbol o parlamento para dar buena cuenta de lo que digo). En fin, también llama la atención que siendo un museo nuevo, tan a lo último, no se haya aplicado en exceso al lado lúdico del mismo, el que atrae o despierta la curiosidad en los niños, que bien por la lucecita para localizar estratos o el cerebro ese gigante para perderse en su interior, pero... si es que al final son los críos los que más rentabilizan estas visitas, pongámoselo más fácil, divertido.

En fin, será que me quejo demasiado como de costumbre, como cuando entramos por enésima vez a la catedral, siquiera solo para que el tío Antxoka le echara un vistazo, y nos damos de bruces con una restauración que ha dejado los muros casi blancos, que las esculturas parecen encaladas. Una restauración que seguro que vienen los expertos a enmendarme la plana conque si patatín o patatán, pero que a mí me resultó más que horrible, pelín desagradable incluso; la Catedral de Burgos convertida en un templo cualquiera, donde ya ni puedes fantasear con el paso del tiempo impreso en sus muros ennegrecidos, la piedra del color del frío que hace fuera, del color que crees que tiene la Historia; azul oscuro tirando a negro. En fin, luego ya hasta le han puesto color a varias estatuas con la excusa de que así fueron en su día. Pues sí, lo habrá sido, ¿pero desde cuanto conservar es restaurar en su supuesta, hipotética, idealizada forma original y no en aquella en la que nos ha llegado una obra a través de los siglos? ¿Dónde está el mapa biográfico de una obra de arte sino en los matices impresos por el tiempo sobre su superficie? Pejigueras de un chorralaire, puede que sí, no lo niego; pero son las mías, qué voy a hacerle, el que tiene teclado se equivoca, si además también tiene un blog, pues a desbarrar sea dicho.

En cualquier caso, que como parece que los expertos han decidido que el color que caracterizaba hasta hace no mucho el interior de la catedral de Burgos no les gustaba, pues a joderse toca, habrá que conformarse con que lo que hay se parezca a la maqueta que exhiben en la cripta y no a la catedral de Burgos que uno tiene en la retina de la memoria, caprichosín que es uno.

Menos mal que con todo, con frío siberiano incluido, Burgos sigue siendo una de esas capitales de esa Castilla hecha tópico de rudeza y reciedumbre por Antonio Machado, de ranciedad también, pues que uno tiene la sensación como tantas otras veces de recabar en una ciudad en la que el tiempo pasa a regañadientes, cuando no de refilón, por eso todo remite a tiempos pretéritos, a lo que ya apenas se ve en otras partes, un gusto por lo vetusto, un apego al tópico, que ya sólo deja de ser tal cual y se convierte en un hecho, cuando vas a pagar en una tasca de lo viejo una ración de morcilla, de rabas y otra de patatas alioli, un pincho de mejillón tigre, otro de pimiento verde relleno de morcilla, dos cañas, un consomé, dos zumos de manzana y dos crianzas de Ribera, y te sale todo por menos de la mitad de precio que te habría salido de Pancorbo hacía arriba. Entonces sí que te entran ganas de ponerte lírico, afrontar el frío con la cabeza bien alta y recordar al poeta:

¡Castilla varonil, adusta tierra;
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte! (VI. Orillas del Duero)
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—;
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín. (III. Por tierras de España)
Un año más. El sembrador va echando
la semilla en los surcos de la tierra.
Dos lentas yuntas aran,
mientras pasan las nubes cenicientas

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