martes, 8 de marzo de 2011

EL PRÓJIMO


La ida hasta Gijón en tren genial, pero a la vuelta la cosa ya deja de desear y mucho por culpa, una vez más, del prójimo. El vagón vacío y la señora con sus dos churumbeles y la abuela que se me sientan al lado con su inseparable bullicio. No me voy a empezar a quejar por eso, no, por eso no, no soy tan... ¿quisquilloso? No creo. Ahora bien, intento concentrarme en balde en la lectura del periódico. Parece ser que a los nenes no les han enseñado a no levantar la voz en público, como si estuvieran en el salón o el patio de su casa. Así que a aguantar las voces y lloros de los tiernos infantes. No me quejo porque entra en el precio de traer críos a este mundo y yo también tengo los míos, así que como para quejarme por eso. Pero no tanto por la madre, que por mor de querer aplacar a sus retoños acaba gritando más fuerte que ellos. Y encima no calla la tía, que me ha puesto al corriente sin quererlo acerca de todo lo que tenía previsto hacer de aquí a finales de año por lo menos; anda que no me molestan poco ni nada las intimidades del prójimo, eso sí.

Pues bien, el tren a mitad de recorrido, de Gijón a Oviedo y viceversa apenas media hora. No pueden esperar no, les tiene que dar el almuerzo, la comida o lo que sea a eso de la una y pico. A papear sea dicho. Sacan los bocatas que mama les habrá preparado con tanto mimo y oficio, digo yo, vamos. Tortillas de vete a saber qué, para mí que olía a chorizo, como si lo hace a arándanos. No me da poco asco ni nada olerle el papeo al prójimo. De repente me acuerdo de un portugués en el tren de noche desde Donosti a Vitoria cuando estaba estudiando en la primera. El luso que de repente le entra gazuza, se saca de no sé dónde un paquete envuelto en papel, lo abre, yo creo distinguir una cosa verde fosforito que bien pudo haber sido criptonita o por el estilo, se pone a jamar como si nada. Hasta ahí puede que todo normal, culpa mía por haberme metido en el vagón con un hombre que debía estar haciendo el trayecto desde una lejana capital europea a su Santarem natal o por el estilo. Sin embargo, no estaba yo haciendo poco acopio de paciencia ni nada, aguantando la nausea todo lo que podía, que en una de esas va el tipo, se ve que se había quedado satisfecho con la jamada y quería rematar la faena, y se quita los zapatos y los calcetines para poner sus pezuñas a mi vera. Ni que decir que salí disparado hacía la cola del tren.

Pues bien, me estaba acordando del lusitano al ver comer y oler a los dos tiernos y obesos infantes, tomando la resolución de aguantar en mi sitio por narices, o pese a mi nariz mejor dicho, cuando en una de esas me llega precisamente a ésta, el hedor inconfundible de un cuesco, puzkarra, gas, flatulencia, viento... vamos, ¡DE UN PUTO, TREMENDO Y APESTOSO PEDO! Y claro, tal es la intensidad del mismo que no he podido sino dudar de que hubiera sido uno de los críos, por lo que me he visto obligado a dirigir mi ceño fruncido y acusador, primero hacia la madre, la cual seguía verborreica perdida, y luego hacia la abuela, si bien la señora parecía tener perdida la mirada en el horizonte que se divisaba a través de la ventanilla.

Así que me he dicho, ahora sí, ¿no?, ahora ya no es que sea un quisquilloso, un cascarrabias o un misántropo vocacional, ahora si puedo quejarme con razón.

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