lunes, 21 de marzo de 2011

TARDE DE DOMINGO


Precioso mediodía y tarde de domingo en la terraza de unos amigos al calor de la barbacoa. En el aire olor a sardinas (a mí me emociona, me traen inmensos recuerdos de parrilladas veraniegas), y txistorra (algún que otro gastrónomo de barbecho ya se habrá echado las manos a la cabeza, ¡mezclar sardinas con txistorra!, ¡mezclar carne con pescado!, ¡sacrilegio, sacrilegio!, ¡un guardia, un guardia!, pues no estuvo nada mal, en serio, tiene su punto y mucho, menos cabezacuadradas es lo que hace falta en esto del papeo), en el paladar Marqués de Riscal y un reserva de Ribera delicioso, también algo de cava que me ha tenido toda la noche en vilo, culpa mía por no saber decir no a lo que sí sé que me va a hacer daño. El día precioso desde la terraza en cuestión, con toda la cosa verde cantábrico al fondo, Asturias como un vergel de postal rodeada de montañas con su manto blanco todavía intacto o casi, el mar también no muy lejos de allí, casi se olía la kresala (olor a salitre), qué más quieres, paraíso natural, hasta la nave nodriza del Alimerka le daba un no sé qué de cercano, acogedor, familiar incluso.

Luego a la tarde, preciosa como pocas, llevamos a los nenes a andar en bici sobre unas pistas deportivas. El mío que todavía no ha querido aprender ni para atrás. Como le azuces mucho hace todo lo contrario, ¿a quién habrá salido? Eso y que el miedo a darse la hostia no se lo puedes quitar en un par de minutos, tiempo al tiempo, la necesidad es la madre, si no de la ciencia, puede que sí del aprendizaje. El nene va a su puta bola como nadie, por eso de momento no siente más necesidad que la de complacerse a sí mismo, se lo permite su imaginación por las nubes, individualista nato, se diría que lo lleva en los genes. Por eso era verlo poner el grito en el cielo temiendo estamparse de un momento a otro, no pasa nada, la culpa de su padre, como siempre, y no poder evitar remontarme a la tierna infancia.

No me acuerdo con cuántos años, sólo de que mi padre me llevo con la bici que me habían regalado mis tíos de Venezuela, entonces todo lo bueno y lo caro lo regalaban ellos o casi, a una especie de plazoleta que todavía hay entre Beato Tomas de Zumarraga y Fernández de Lezeta, a la vuelta de la Avenida donde vivíamos. Yo pensaba que iba a ser otra tarde de pedaleo con mis cuatro ruedas. Pues no, en eso que el cabrón del viejo me quita las ruedas pequeñas y, venga, tira pa´lante, pues. Hostión al canto, eso y la consabida vergüenza porque allí era donde jugaban la mayoría de los críos de la zona, muchos de ellos compañero de cole o parentela. Que no quiero, se me ocurrió decirle al viejo. ¡QUÉ? Sólo recuerdo un tremendo cagondíos o por el estilo que me hizo darle a los pedales en un sin parar, si llega a pasar en ese momento el pelotón del Tour, ni Indurain ni hostias, no paro hasta llegar primero a los Campos Eliseos. Lo dicho, aprendizaje por necesidad, de no tener que escuchar al viejo llamándome de todo...

Y luego encima tener que estar agradecido. No disfrutaba poco ni nada de la bici todas las tarde a la vuelta del cole. Que era salir de clase y correr a casa para coger el artilugio rodado y salir corriendo a la calle. Menudos garbeos por la campa donde ahora está el Europa, hasta el Prado o por toda la zona de Txagorritxu, a veces incluso por la zona de las Torres hasta el parque de Arriaga, menos mal que nunca se enteraba mi madre, la que me exigía que no me alejara de la Avenida y alrededores; ¡anda ya, por favor, me pones una bici entre las piernas y quieres que me esté quieto, tonterías tenían las madres, Dios mío.

Lo mejor en la Campa que decía antes, cuando todavía solo había piedras e hierbajos, y los caminos de tierra subían y bajaban montículos. No me di pocas hostias ni nada, mogollón de rasguños, no sé si me abrí la cabeza alguna vez haciendo mountainbike cuando todavía nadie sabía qué era eso.

Claro que algunas tardes no había tiempo para alejarse mucho de casa. La vieja poco más que tenía que llamarte por la ventana a que subieras a cenar. De modo que tocaba pedaleo por la acera alrededor de la manzana. Un día casi me llevo por delante a la abuela de Amurrio, así se me ha quedado grabado a fuego en la memoria (era la abuela de un compañero de cole y puede que también parientes lejanos o a saber). La bruja que cogió del brazo, me quería quitar la bici, denunciarme a la Guardia Civil como poco, que si no se podía andar en bici por las aceras, que lo hiciera por la carretera. Sí claro, ahí iba a ir yo con seis o siete años, a jugármela entre los coches que entonces cruzaban la Avenida a toda pastilla, que eran dos o tres atropellos por semana; ¡cómo se podía ser tan hija de puta!

No era la primera vez que la tenía con la señora. Como que estoy seguro que la puta vieja me la tenía jurada de cuando la escupí a la cara años atrás porque minutos antes me había cogido del pelo mientras me hostiaba a conciencia con Juanra, el nieto. Menuda se armó con el director del cole de por medio. Llamaron a mis padres y allí fue mi madre para montarla porque si yo le había escupido a la vieja, ella me había cogido de los pelos antes, a ver qué se mete ella en una pelea de críos si no es para separar a los dos en vez de emprenderla con su niño porque le estaba poniendo a caldo al nieto, un chaval bien majo, por cierto, al menos años después.

Así que el día de la bici no lo dude un momento, pasaría todas las tardes en bici por el mismo lugar, creo recordar que era la esquina de La Brasileña, a ver si la volvía a ver, y entonces... ponme una bici entre las piernas y llámame asesino.

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