domingo, 13 de marzo de 2011
MUJER ÁRABE
Llama la atención desde que empezaran las revueltas en el mundo árabe, el pasmo y recelo con el que cierto sector de la prensa española recibía y analizaba los hechos. Se diría que estaban molestos con la idea de unos pueblos alzados contra sus tiranos, masas que reclamaban dejar de ser vasallos para empezar a ser ciudadanos de una vez por todas. El sector de la prensa al que me refiero no terminaba de creérselo. Aunque, para qué engañarnos, más bien parecía que no estaban dispuestos a hacerlo, necesitaban ver gato encerrado a toda costa, oscuras conspiraciones de islamistas en la sombra o los mismos intereses espurios que ellos defienden a diario desde sus medios a las órdenes de sus amos. Cómo recibir de buen grado la noticia de que esas mismas gentes a las que habían estado estigmatizando durante décadas, sentenciando que incluso no eran genéticamente aptas para la libertad y la democracia, que lo mejor que se podía hacer con ellas era apoyar al tirano que las mantuviera bien a raya, de repente hacen saltar por los aires todos los lugares comunes, las mentiras interesadas, que ellos mismos se han dedicado a propagar a mayor beneficio de esos intereses antes citados.
La derecha española para la que trabaja este sector sí que lo lleva en su código genético. Me refiero al odio al moro, el rechazo a ese otro que con sólo repasar un poco la Historia de España, y por supuesto que con las debidas dosis de autocrítica y honradez intelectual, enseguida descubres que es, antes que ninguna otra cosa, la verdadera seña de identidad sobre la que se ha construido la idea de España; el conjunto de pueblos ibéricos con sus diferentes lenguas y costumbres unidos en una causa común, y bajo la misma bandera de la religión católica, con el único propósito de echar al moro invasor de España, entendida como se entendió durante siglos, apenas un sinónimo de Iberia, y también con el de hacer todo lo posible para impedir que vuelvan, amen de intentar limpiar en vano toda huella de su presencia. Sobre este rechazo se sustentó en el pasado todo el armazón ideológico del nacionalismo español, España como guardián de Occidente, España como una empresa de limpieza de cualquier atisbo de presencia mora o judía, España como unidad de destino en lo universal. Y sí, en efecto, entre todos es a Américo Castro por encima de todos a quien me remito, él lo estudió muy bien y lo explicó mejor.
Sea como fuere, ese rechazo casi que instintivo hacia todo lo que venga de lo que antaño se denominaba genéricamente como la Morería, hace que los voceros oficiales y de ocasión de la eterna Brunete mediática hayan fruncido el ceño ante todo lo que pasaba en Túnez o Egipto, alarmándonos con todo tipo de calamidades que podrían ocurrir en el caso de que las revueltas referidas pudieran llegar a buen término, esto es, de que el estado de cosas hasta el momento cambiara ante el empuje de los respectivos pueblos árabes y el derrocamiento de sus respectivos sátrapas. Así pues, dos son los argumentos principales a los que se acogen para prevenirnos ante los sucesos que algunos estamos viviendo con verdadera expectación, alegría y esperanza: el peligro del islamismo y la situación de la mujer.
Del primero ya hemos tratado y trataremos, del segundo es lo que me ocupa esta entrada. Y lo hace porque ayer en su homilía semanal de El País, Antonio Elorza, al que es difícil presumirle deuda o querencia alguna con los principios tradicionales del nacionalismo español, se apuntaba al "sí, pero" generalizado entre sus colegas de la derecha mediática. Lo hacía advirtiéndonos del peligro de que la situación de la mujer en Túnez o Egipto empeorara como resultado del triunfo de los integrismos, incluso a rebufo de las noticias que hablaban de ataques a minorías cristianas y las vejaciones por parte de algunos hombres a mujeres durante los días de la revuelta egipcia en la misma plaza de Tahrir.
En principio, hace bien Elorza recordando la difícil situación de la mujer en el mundo árabe, el peligro siempre latente que se cierne sobre ella en el caso de que las fuerzas más extremas del islamismo político llegasen, por lo que fuera, a tomar el poder en esos países. No obstante, mi pega estriba en que dudo de la oportunidad de ponerse la venda antes que la herida, que es lo que viene a hacer Elorza cuando nos pone sobre aviso del recorte de libertades del que pueden ser víctimas las mujeres árabes. La venda antes de la herida por hechos como los ataques de cuatro fanáticos en la Plaza Tahrir o las voces de los islamistas más radicales en medio del conjunto de voces que con la llegada de la libertad por fin han logrado hacerse oír en esos países. Porque ahí reside mi objeción a todas estas tan sospechosas como recurrentes ideas alarmistas que no hacen otra cosa que echar abono en el campo de los prejuicios patrios hacia lo que ocurre al otro lado del Estrecho. No importa que todas la evidencias debidamente documentadas señalen que en Túnez y Egipto ha sido la sociedad civil la que ha liderado las revueltas bajo las banderas de la democracia y el laicismo, que la mayoría han sido el pueblo con sus hombre y mujeres, también, también ellas, mirad las imágenes, leer los nombres de muchas de las protagonistas de la revuelta, y no los islamistas, los cuales o se apuntaron tarde o tan sólo se han aprovechado de ello para hacerse oír como uno más. Lo que interesa a los de la Brunete en cuestión, y ahora también al columnista de El País, es alentar el fantasma de un mundo musulmán monolítico, un fantasma envuelto en hiyabs que habita presentes y futuras mezquitas, todos ellos fanáticos religiosos que abogan por un regreso a la Edad Media o, en su defecto, una democracia islamista a la iraní. Y lo peor no es que desdeñen de la capacidad de estos pueblos para conseguir adaptarse y funcionar en democracia, sino que además lo hacen desde una suficiencia moral e cultural que resulta como poco chocante teniendo en cuenta el país, España, desde el que se permiten el lujo de señalar al vecino como sospechoso de integrismos y ya más en concreto de un inveterado machismo.
Dicen que las mujeres que durante la dictadura de Ben Alí o Mubarak podían ir sin velo ahora corren a ponérselo. Callan, sin embargo, que la mayoría no se lo ponía porque estos dos déspotas se lo tenían prohibido para poder congraciarse así con sus aliados occidentales haciéndoles creer que luchaban contra el integrismo islámico. Eso y también por ese rechazo entre las clases altas y europeizadas de todo elemento islámico al que tradicionalmente consideran poco más que de gente de baja estofa, de palurdos analfabetos con chilaba y turbante.
De este modo, la legislación vigente en el Túnez de Ben Alí claro que reconocía hasta cierto punto la igualdad de la mujer y promocionaba su presencia fuera de casa en casi todos los aspectos de la vida laboral y social. Sin embargo, qué libertad podía tener una tunecina si al igual que sus congéneres masculinos sufrían a diario la opresión de Ben Alí y su familia política. Todos los europeos que visitábamos Túnez podíamos ver mujeres policía dirigiendo el tráfico, así como mujeres emperifolladas como cualquier occidental por las calles de El Cairo. Así pues, según una mirada de lo más cándida o tan sólo superficial, de turista, se podría decir que las tunecinas o egipcias estaban liberadas, que la ley las protegía de los arrebatos puritanos del imán de turno, que su situación era igual a la de cualquier país europeo porque para algo sus dirigentes eran amiguitos de los nuestros y se habían comprometido a ello.
Y un cuerno, la realidad mostraba la verdadera cara del machismo atávico de las sociedades musulmanas, si acaso sólo un poco más que nuestro mundo judeo-cristiano, el que sometía a sus mujeres a leyes que ante todo eran tan paternalistas como arbitrarias, leyes que no daban lugar al libre albedrío, que imponían supuestas emancipaciones a la fuerza, poco más que por decreto y maquillaje, y que por lo tanto no eran tales. Por eso se daban casos tan paradójicos, siquiera para la mayoría de las feministas europeas, de que muchas jóvenes universitarias tunecinas se rebelaran contra esa tiranía poniéndose precisamente en velo, el hiyab, como acto de protesta. No es que de la noche a la mañana se hubieran convertido en musulmanas fanáticas, que quisieran volver a la Edad Media a la que tarde o temprano te condena confundir cualquier religión con la política, que renunciaran incluso a los beneficios de una educación superior. No, simplemente mandaban el mensaje a las autoridades de que no estaban dispuestas a aceptar ciertas cosas en su supuesto beneficio porque sí, a las bravas, porque una vez más lo dijera el hombre, que reclamaban el derecho a ponerse el hiyab para ir a clase en la facultad por la mañana y quitárselo por la tarde para ir maquilladas a la discoteca o donde fuese.
Así pues, se entiende que a los europeos nos cueste asimilar el uso de una prenda que creemos de sumisión, cuando sólo lo es si alguien te somete a ella, si no lo es de elección, siquiera por pura lógica, precisamente como un símbolo reivindicativo de la mujer árabe. Un símbolo feminista incluso, sí, pero de un feminismo árabe o musulmán cuyos objetivos son los mismos de cualquier mujer feminista del mundo, la igualdad de género, pero cuyas coordenadas, sin embargo, difieren en muchas cosas, no es poco profunda ni nada la zanja socio-histórica-cultural que nos separa. No lo digo yo, que como en todo sólo me limito a transcribir lo que oigo o leo por si le puede interesar a alguien, sino intelectuales árabes o musulmanas como la marroquí Fátima Mernissi, la egipcia Abul Qonsan, la tunecina Souleina Bouraoui y tantas y tantas otras intelectuales árabes o musulmanas, para las que la percepción que tienen de ellas sus colegas occidentales como mujeres pobre, ignorantes, sumisas y alienadas no solamente les hiere sino que también las abochorna, pues esas feministas europeas u occidentales olvidan que su lucha también es en contra de la sociedad patriarcal que las margina y trata como ciudadanas de segunda. La diferencia, por subrayar sólo una y quizás la más fútil de todas, a la vez que también la más llamativa, es que mientras que el feminismo occidental reivindicaban no hace mucho la minifalda como un símbolo de la libertad de la mujer a ir como le viniera en gana, la musulmana moderna reivindica también el uso del pañuelo para ser ella quién decida cómo y cuándo quiere ser respetada o deseada.
Cuesta, claro que cuesta entender estas cosas cuando los únicos parámetros mediante los que intentas ver y entender las cosas son los de tu casa y apenas conoces o estás dispuesto a acercarte a los del vecino. Y todo ello además como si realmente estuvieras en condiciones de afirmar que tu mundo, con todas sus mejoras, es mejor que el otro porque en él ya no existe en teoría, siempre en teoría, el machismo cotidiano, por lo que atañe a los españoles casi epidérmico, ese que con todos los códigos civiles en la mano a favor de la igualdad de sexos que quieras todavía permite, por omisión o complicidad, que existan parejas en las que el hombre siga llevando la voz cantante, siga ejerciendo de pater familis y no de simple compañero, puestos de trabajo en los que la mujer cobre menos que el hombre sólo por no serlo o infinitud de empresas e instituciones en cuyos consejos de administración las mujeres tienen vedado de un modo no escrito, de facto, el acceso sólo porque no se las quiere, a veces se las teme, y claro, los hombres que ya están se conjuran para que eso no suceda nunca o, si lo hacen, que sean pocas y más que nada para decorar, figurar, mira que progres somos que tenemos una directiva, anda guapa, trae unos cafes, siquiera sólo para estar más cómodos sin ellas.
Así pues, un voto de confianza por la mujer árabe, ni tan ignorante o sumisa como gusta pensar sólo porque lo hace de un modo diferente. Al fin y al cabo en todas partes cuecen habas y tampoco faltan capullos sexistas o simplemente paternalistas, en mi opinión los peores, a este lado del Mediterráneo.
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