lunes, 31 de enero de 2011

BERNHARD EN EL JOVELLANOS


Como la obra que vimos el pasado sábado, Almuerzo en casa de los Wittgenstein, era de uno de mis escritores favoritos, Thomas Bernhard, a decir verdad, e incluso en palabras escritas del propio Bernhard, uno de mis maestros antiguos, (título del que es a mi juicio, junto con Tala y Extinción, su mejor libro), dicho esto con mucha prudencia y no poca coña, no tanto para no pecar de presuntuoso como de memo y poco más, no paro de darle vueltas al asunto, tanto porque he caído en la mala tentación de revisitarlo, como en el tema en sí de la obra, la figura del conocido filósofo Wittegenstein.

De Bernhard creo haber escrito hace tiempo, en concreto a cuenta de la edición castellano de un libro de relatos suyos sobre los premios que le fueron concedidos, y que disfrute de lo lindo porque resultaba una ocasión única para volver a disfrutar de la mala leche que destila su obra. Otra cosa muy distinta es el acercamiento a la obra de Bernhard desde un punto de vista exclusivamente literario. La literatura de Bernhard, su narrativa en concreto, puede llegar a producir tanta fascinación como rechazo, y en el caso de consumirla demasiado seguido, un inevitable hartazgo. No es para menos, estoy convencido que todos los recursos típicos de Bernhard, la reiteración tanto de las frases como de los conceptos, los circunloquios sin fin que parecen no llevar a ninguna parte, las exageraciones que a veces rozan lo patético, que a veces hasta dejan atisbar más de una canallada por parte del autor, estaban motivados única y exclusivamente por la especial bagaje literario del autor, y que no es otro que la capacidad de dar forma escrita a su mala leche a raudales. El decía que la suya era ante todo una literatura humorística, y lo hacía a sabiendas de que su interlocutor iba a fruncir el ceño, porque no es precisamente el tono distendido, alegre incluso, o simplemente ligero, el que caracteriza toda su obra. Bernhard es un autor de tremendidades, de sacar las cosas de quicio, de no dejar piedra sobre piedra, y siempre, siempre, de no parar en mientes ante nada que no contribuya a redondear su particular y muy desquiciada visión de la cosa. Un autor al que se le nota que con tal de repartir estopa a diestro y siniestro prefiere llevarse por delante todo, ya sean amistades o simples lealtades, e incluso, o sobre todo, la propia verdad de las cosas. Qué más da si lo verdaderamente importante es el resultado final, una obra a rebosar de mala leche. Ese es, por otra parte, su principal atractivo, porque todo lo demás, exceptuando alguna que otra profunda disquisición acerca del arte y los maestros antiguos, como en la novela homónima, la denuncia reiterada de la hipócrita autocomplacencia de la sociedad austriaca después de la segunda guerra mundial, de su impune complicidad con el nazismo, suena a puro artificio, a querer hacer creer al lector que se encuentra ante un espíritu elevado que luego no lo es tando ni tiene ganas de serlo, a impostar un apego por cierta filosofía a lo Schopenhauer, una dependencia más que dudosa de multitud de afirmaciones categóricas acerca de la literatura, música, pintura, etc., que suenan a eso, a pura impostura, querer dar el pego, jugar a niño malo, ir de bicho raro por la vida cuando lo único que es de verdad es un tocacojones en grado sumo, como si eso no fuera bastante a modo de tarjeta de visita.

En todo caso, toda esa impostura, esa inmensa tomadura de pelo que es la obra de Bernhard, bien que tamizada con lo que realmente importa, esto es, con lo que se vislumbra muy por debajo de tanta hipérbole y cuchillada trapera a propios y extraños, la podredumbre moral de una sociedad como la austriaca tan satisfecha de sí misma como culpable de haber apoyado y participado en los crímenes más horrendos que se han conocido nunca y encima no estar arrepentida de ello, al menos no del todo, todo eso junto la puesta en escena de la decadente y presuntuosa burguesía vienesa, la insoportable vacuidad de la provincia y sus gentes, la crítica inmisericorde de la clase política a todos los lados del espectro político, todo eso es lo que nos hace a Bernhard tan atractivo a unos, siempre y cuando nos lo tomemos en serio solo lo justo, como, mucho me temo, tan repulsivo a la mayoría, en especial a aquella que no está precisamente por la labor de lidiar con el lado más amargo y retorcido del lado humano, esa que se decanta por principio por lo bonito, lo positivo, el buen rollo, que consume a troche y moche Galas, Coelhos, Allendes, Moccias y por el estilo. Pues bien, todo esto y más se encontraba en la pieza teatral que vimos el sábado en el Jovellanos.

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