viernes, 21 de enero de 2011

PEATON DE OVIEDO


Salgo, lo intento, todas las tardes a dar una vuelta de alrededor de una hora con el propósito de hacer el mejor ejercicio -digamos que voluntario, porque el otro, el de estar encima de mis chiquimonstruos, el que me deja de verdad baldado, mejor ni hablamos, que también me cansa hacerlo-, sobre todo a partir de una edad en la que pegar brincos o poner el corazón a ciento por hora ya no resulta tan sano como aseguran los fanáticos del deporte y futuros ancianos prematuramente lisiados, que uno puede imponerse a diario: andar. También salgo, o escapo más bien, para descansar de la brega diaria con el ordenata, los nenes, a veces hasta con la pareja y sobre todo con los monstruos en forma de cuitas sin pies ni cabeza que me acosan de continuo por esta cosa tan boba de no saber resignarme a afrontar la vida tal como viene o con lo que viene. De esa guisa, de la del prófugo a ninguna parte, procuro hacer un recorrido lo suficientemente largo y a la vez entretenido, el paisaje cuenta y no poco, a lo largo de esta ciudad en la que he recalado por amor y solo por amor. Pero Oviedo no es una ciudad para andar, es una ciudad para ir a pie de un lugar a otro a tus asuntos, como diría el poeta en su elegía, siempre y cuando no te salgas del centro, que si no mejor coger un coche o vete entrenado para subir cuestas y más cuestas. Oviedo es un casco viejo y su ensanche decimonónico mal que bien encajonado entre colinas y las faldas de verdaderas montañas, la mayoría de sus barrios se encaraman sobre estas, así como gran parte también de su centro. Así pues, aquí resulta imposible salir de casa y echarse a andar sobre llano sin preocuparte hacia dónde, qué más da, callejeando de un barrio a otro o por los alrededores ajardinados de la ciudad, cuanto te canses ya darás la vuelta. No, cualquier trayecto que emprendes siempre da en un tío-vivo, eso y que con excepción del preciosos parque de San Francisco en pleno centro o ese otro más modesto, recogido, a veces también sórdido, de El Campillín, todos los demás, los verdaderos espacios verdes de la ciudad, están a las afueras, casi que indistinguibles de los prados que rodean la ciudad y que son su verdadero anillo verde.

Con todo, y como tampoco hay mucho por dónde tirar que no sea soportar el ruido infernal de la circunvalación que divide la ciudad en dos o adentrarse en la periferia desastrada de lo que Woody Allen definió, en un acceso de lirismo agradecido, como de "cuento de hadas". Y bueno, pues puede que lo sea si te ciñes a su apretado centro urbano con decimonónicas y abigarradas fachadas con algún que otro ejemplo de art decó y sus edificios más emblemáticos como la universidad o el Hotel Reconquista. No obstante, el recorrido que sigo casi a diario va desde la estrepitosa General Elorza para bajar por la Ronda Sur hasta la calle del Postigo Bajo hasta El Campellín y de ahí por Padre Suárez hasta Munoz Degrain para subir a la Plaza Castilla, donde me desvío por Pérez de la Sala para llegar por El Rosal hasta lo Antiguo donde ya callejeo a mi antojo antes de recabar en la cafetería El Dolar o, si toca pinta, cualquiera de los antros cerveceros de Jovellanos.

Puede que no sea mucho recorrido sobre el plano, pero sí sobre el asfalto, casi siempre cuesta arriba, cuando llegas a la zona de El Otero ya lo haces con la lengua fuera, sobre todo con la zancada que suelo darle yo. Eso y que, entre que uno va con su I-Pop o la radio del móvil enchufada en la oreja, y sobre todo absorto en mis pensamientos y alguna que otra paja que dicen mental, en mis historias de no acabar más bien, improvisando las hojas del día siguiente, puede que escribiendo de cabeza para luego intentar guardar en la memoria archivos que cuando intento abrir delante del ordenador no aparecen por ninguna parte, hay días que ni me doy cuenta por donde voy, que a veces tengo que parar y decirme, quieto, parado, a ver si en una de esas, todo despistado y sin más horario que el cansancio de tus piernas, vas a aparecer delante de la Catedral de León.

Luego ya cuando echo el freno empiezo a reparar un poco en lo que me rodea, el espacio urbano por el que transito con sus casas y sus caras. Lo hago para concluir casi siempre lo mucho que te recuerdan los rostros con los que te cruzas a otros que dejaste atrás, o lo que es lo mismo, de repente a la vuelta de la esquina el careto de un conocido que no, no puede ser él, ya sería coincidencia, qué hostias haces tú aquí, vaya mala suerte. No lo es, solo que algunas caras se repiten inexorablemente, se diría que la fatalidad designa a cada ciudad su cuota correspondiente de prototipos humanos, que no falten, no vaya a ser que hayas encontrado el paraíso, siquiera solo la ciudad sin rostros estreñidos, sin las muecas de asco de los que andan eternamente cabreados con su entorno por una mera cuestión de parece ser que el prójimo se empeña en no ser ni pensar como yo. También los hay que te recuerdan otras personas que todavía estimas y hasta te alegran la vida, te encantaría pararte a hablar con ellas, echar unas risas, irte de potes. Pero no va a ser, esta no es tu ciudad y aquí no está tu gente, conocerás a alguien, puede que hagas amigos, pero como ni lo buscas ni te obsesionas, con la excepción de un par de gente que empiezas a estimar, mejor seguir en esta especie de anonimato o exilio, libre de las miradas indiscretas de conocidos propios o ajenos, transitando como un eterno forastero. No solo es una circunstancia, sobre todo es un privilegio. Para qué cambiarlo, buscar lo que ya tienes cuando vuelves a tu terruño, al txoko de tus pesadillas, donde disfrutas tanto de los que quieres como sigues sufriendo la insoportable levedad del ser y no saber estar, si no es odiando o despreciando al prójimo, del resto del paisanaje, la especial idiosincrasia de una gente, desquiciada a más no poder, banderizos casi que por genética, y un lugar que solo lo son de verdad porque es el tuyo, conoces demasiado bien el percal y todo lo que hay detrás, te obsesiona porque lo has padecido, te aburre y hasta te desespera porque sabes que no hay remedio para muchas cosas, también hay un pasado de por medio y eres demasiado sensible a él, todo te afecta para bien o para mal, como que cualquier rayo de luz al fondo del largo tunel oscuro de todos estos años de plomo y humo te provoca una alegría tan desbordante como injustificada, acaso solo idiota, y sobre todo, a estas alturas ya sabes, has asimilado, que pretender aparentar que estás por encima de todo eso, que tu mundo ya no es el suyo, eso y que en realidada a nadie le importa nada que puedas decir, contar porque todos tienen su propia historia y no tiene que ser mejor ni peor que la tuya, o que estás a otras cosas siempre más edificantes, de espaldas a lo que en otra época ocupaba buena parte de tu tiempo o pensamientos, tiene más de autoengaño que de mera impostura, vale que no seamos plantas, que el mundo es todo lo ancho que tu quieras, pero con todo tienes raices, siquiera las que tú mismo has plantado a fuerza de vivir, sentir, reir, sufrir, arrancarlas no es tan fácil, tu hermano que se dedica a la jardinería te podría poner al corriente, tú mismo con solo abrir un libro.

Y sin embargo, paradojas del caminante de ida y vuelta, cuanto más aceptas este destino inmediato de rutinas y poco más, y derribas el mito de tus barcos quemados, no volveré la vista atrás para ver siempre más de lo mismo, cuanto más sedentario crees volverte en tu feliz presente doméstico y para de contar, más anhelas también la partida hacia nuevos destinos, más te pica el gusanillo del viaje, el come-come de solo hay una vida y un montón de caminos hacia todas partes, muchos zocos en los que perderte o montañas a las que subir. No está mal que todavía quieras levantar el vuelo, solo que ahora no irías a ninguna parte sin una persona en concreto y tampoco para mucho tiempo porque lo más importante es poder llevar al día siguiente los niños al colegio.

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