domingo, 11 de diciembre de 2011
LOA A LA ASADURILLA Y DEMÁS CASQUERÍA
Resulta una gozada poder cenar siquiera por sola una vez en un lugar de esos que se dicen castas, que todavía siguen poniendo comidas de toda la vida, las que todavía comes en tu casa o que acaso recuerdas haberlo hecho de pequeño. Como que no hay nada más triste que esas cartas que ofrecen lo mismo que en cualquier otra parte, cartas estandarizadas donde predomina lo que los gurús de la cosa consideran que es el gusto mayoritario, cartas reducidas a productos estrella como los ibéricos, el foi con sus boletus o los omnipresentes revueltos; da igual que estés en Santander, Iruña, León o Soria, sabes que como traspases el umbral de uno de esos establecimientos hosteleros de nuevo cuño siempre te vas a encontrar lo mismo.
Sin embargo, no hay mayor placer para un glotón, un tripón como un servidor, que lo de gourmet es cosa de gente fina con ínfulas estéticas o de bobería supina, que la variedad gastronómica de España y por extensión de cualquier punto del globo. De hecho, aprendes más de la idiosincrasia de un sitio leyendo las cartas de sus establecimientos hosteleros que en muchas guías al uso. A decir verdad, si algo refleja la multitud de influencias de una tierra de paso como Álava esa es la carta gastronómica que todavía te puedes encontrar en las contadas tascas y restaurantes de la capital que resisten ahora y siempre a la ola homogeneizadora de los productos o platos de moda. Así pues, y de la misma manera que una carta en Pamplona es el compendio de la cocina hortelana del sur de Navarra con sus verduras y sus asados, y la de la zona atlántica y/o pirenaica con sus carnes, lácteos, setas y caza, además de la influencia guipuzcoana en los pescados, en Vitoria tradicionalmente ocurría otro tanto, pues, dejando a un lado dos o tres platos típicos de la zona como las litiruelas, el revuelto de perretxikos o las pencas rellenas -en realidad platos inventados en su momento en los restaurantes de la ciudad-, el resto es la evidencia de que la gastronomía de la provincia apenas es otra cosa que el resultado de la influencia de la cocina de sus vecinas. Se trata además de una influencia que llega directamente de sus comarcas limítrofes; esto es, la riojana con sus patatas con chorizo, pimientos asados y bacalao con tomate de la Rioja Alavesa, la navarra con su bacalao ajorriero, sus truchas o caza de la Montaña alavesa, la atlántica con su bacalao a la vizcaína, al pil-pil, merluza en salsa verde y demás pescados desde la zona atlántica de la provincia o valle de Ayala y alrededores, la castellana con sus asados, morcillas y vísceras de la Rivera Alta del Ebro limítrofe con Burgos. Todas estas influencias confluyen en en centro, en la Llanada, donde además habría que añadir la influencia guipuzcoana, sobre todo desde el valle del Deba, que generaciones de nuevos vitorianos llegados de esas tierras han aportado a la oferta gastronómica tradicional de la capital. A decir verdad, muchos historiadores de la cocina dudan de la existencia de una verdadera cocina alavesa o digna de dicho apelativo, y no son pocos los libros de cocina que califican, reducen, la cocina tradicional de este territorio en su conjunto por sus dos influencias más evidentes: vasco-riojana.
Pues bien, ayer cenamos con unos amigos en La Bodega, uno de esas tascas de toda la vida de la calle Florida, uno de esos locales en los que hacía ya más de veinte años que no poníamos el pie, que alguna vez ya lo habíamos hecho. Y allí, y como sorpresa más que agradable, una carta en la que destacaban esos productos ya casi que proscritos de éstas por mor de la bobería del personal con esto de la comida, esto es, por culpa de lo mal que come la peña ahora, que come A.B.C y poco más; me refiero, claro está, a las maravillosas vísceras. Y entre otras, la más completa y sabrosa de todas: la asadurilla.
Para entendernos, la Asadurilla es un plato típico de la cocina castellana realizado con vísceras de cordero. Habitualmente pulmón, corazón e hígado que se cortan en trozos pequeños y se rehogan en una sartén, normalmente acompañados de cebolla, ajo y pimiento verde. Tradicionalmente se sirve picante, añadiendo para ello guindilla o pimentón.
Se trata de uno de esos platos maravillosos que una vez probados se te graba su sabor único y especial para los restos, que recuerdas con especial fruición, y ya no sólo por su sabor, sino incluso por el sudor que echaste mientras lo engullías haciendo ascos del picante o disfrutando del mismo, así como de maridaje también único con las botellicas de tinto de rigor.
Una gozada que luego acompañamos con un bacalao ajoarriero, pelín anodino, todo hay que escribirlo; pero bueno, la asadurilla lo compensó todo con creces. En cualquier caso, sirva esta entrada como reivindicación de estos platos de la cocina tradicional que la gazmoñería actual en temas de cocina parece haber arrinconado en el recuerdo, como si se tratara de platos apestados, comicastros de gente de otros tiempos, gente bruta por necesidad, la que le echaba el diente a todo, que no sólo aprovechan todo de un bicho sino que además le sacaban el mejor de los provechos. Pues eso, menos tacos de foi caramelizados con vinagre de manzana y otras hostias en vinagre, y más asadurillas, callos, patorrillos, morro de cerdo, sangrecilla o txuri-beltz.
*como será la cosa esta de mi pasión visceral que hace tiempo leí en una de esas crónicas gastronómicas que abundan en la prensa terruñal, que en una de las pasadas ediciones del concurso anual de la cazuelica y el vino de Pamplona, una de las cazuelas que hizo furor fue, nada más ni nada menos, que una fusión de patorrillos (piernas de cordero) y txuri-beltz (relleno de tripas de cordero con sangrecilla); pues oyes, hay veces que me despierto en mitad de la noche salivando como un cerdo sólo con pensar que ya viene el camarero a ponerme una de esas cazuelicas encima de la barra.
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