miércoles, 21 de diciembre de 2011
UN INFIERNO EN EL JARDÍN
Un libro que ya me fascinó en el 95 y que acabo de releer. Dos lecturas que dicen que deben ser distintas por eso de la edad, como si uno fuera su propio vino como lector. Yo, todo lo más, debo pasar ahora por un crianza, y no precisamente de los mejores, supongo; pero, el caso es que recuerdo la cata de entonces, con sus aromas a retablo del esperpento patrio, cierto regusto retronasal motivado por la acidez de ciertos personajes de aquella España del pelotazo con su transfondo provinciano, sus tonos vitriólicos y un fondo de riqueza léxica y expresiva como pocos, y lo único que puedo añadir a esta de ahora es la sensación de que buena parte de lo que se habla en el libro es la antesala de lo que hemos conocido más tarde a grandes titulares, a granel más bien. Dicho algo menos alambricado, presuntuoso incluso, que con la crisis de por medio y todo lo que tiene de bajada de telón de una época, UN INFIERNO EN EL JARDÍN de MSO se me ha antojado una novela premonitoria de este despertar de la inocencia en el que nos encontramos tras años de farra, de creernos de verdad la octava o novena potencia mundial o por el estilo, de pensar que ya estaban hechos los deberes, ya éramos europeos, modernos, cultos y civilizados por decreto o de acuerdo a las estadísticas: ni éramos tan guapos ni tan ricos, éramos los hijos de nuestros padres que habíamos hecho un poco de dinero, pero seguíamos siendo tan zafios y poco ilustraus como acostumbrábamos a juzgar a nuestros mayores, esos a los que a la primera de cambio, al primer achuchón, sacábamos a todo correr del caserón del pueblo para meterlos en residencias donde ya no daban tanto la murga porque los tenían la mayor parte del tiempo sedados, y los cuales acaso no lo eran tan catetos como hemos demostrado serlo nosotros, que a diferencia de la proverbial prudencia o humildad del aldeano de verdad, todo lo burro que quieras pero con los pies en el suelo, llegamos a creernos más listos que nadie por esos cuatro duros que teníamos en el bolsillo, que pensábamos que habíamos llegado a la cumbre de la escala social, lo que se dice triunfar en la vida, y sólo éramos eso, paletos con dinero que hacen de la convivencia ajena un infierno, que lo reproducen allá donde vayan porque no entienden de respeto al prójimo si no es propio rebaño, no lo aguantan, sospechan, les molesta, y así necesitan hacérselo saber, esto es, hacerle la vida imposible, qué se habrá pensado ese, poeta, más que poeta.
Desde el principio supo Eguren que las relaciones con sus nuevos vecinos no iban a ser fáciles. Era una gente de una curiosidad enfermiza. No la había visto nunca. No tenían que ver con nada que él conocía. Ahí también se dio cuenta de que su mundo había estado siendo de lo más cerrado. Eguren había vivido toda su vida en el barrio viejo de Umbría, en un mundo caduco y condenado a la desaparición, con vecinos de toda la vida, entre pisos y aun casas enteras vacías y en ruinas, y comercios que desaparecían, un deterioro imparable. Y allí, el Las Terrazas de Salinas, se encontraba con los nuevos ricos o los ricos nuevos, "pero de tercera regional" como apostilló el Bodri, bautizándolos de paso, con algunos de los más borrosos protagonistas de aquellos años de farra, con los destinatarios auténticos de toda la basura de los suplementos de estilo, con los campeones de la vida auténtica, de la vida guapa o semiguapa. No tenía nada que ver con ellos. (...) No era de los suyos. En el fondo no pertenecía a tribu alguna. Y para convivir hay que pertenecer a la tribu...
Entretanto, el otro, el poeta, a la búsqueda de su cabaña en la Selva Negra más cercana, a bregar con las miserias de su oficio, a pleitear como única válvula de escape y puede que quizás sólo su malvivir, su ciclotimia galopante, siquiera sólo su carácter de mil de demonios, eso que quizás es solo indisponerse todo el rato contra sí mismo porque no soporta sus debilidades, las que le hacen sentirse estafado por los listos de turno y decepcionado por casi todo el mundo, no se aguanta y eso se acaba notando en el roce diario con el prójimo. Suerte que, entre todas cosas, sabe reconocer la compañía que le sienta bien, le hace mejor, esa que como dicen el autor:
A la gente tranquila se le nota enseguida, y a Ciordia y a Carmen se les notaba una barbaridad. Eran de esa gente en cuya cercanía uno siente que está más a seguro, a salvo, que no tiene que aparentar nada; gente que no examina ni juzga, establece de inmediato una corriente de simpatía con las personas. Para muchos podrían pasar por verdaderos extravagantes.
Supongo que de aquí un tiempo no demasiado largo comenzarán a caer las novelicas con pretensión de retratar la época que hemos vivido, esta del pelotazo como único y exclusivo impulso vital de toda una economía, de una clase de arrimados y otros que siempre lo estuvieron, la del dinero todo lo puede y lo que no tampoco merece la pena, la del para qué construir algo tangible cuando existe la alquimia financiera, la de cualquier época de oro que nos toque se tiene que parecer a la fuerza a aquella otra del siglo homónimo, un imperio donde no se pone el sol porque nadie quiere verlo, prefieren estar a lo que toca, las vacas gordas que cuando las palpas apenas tienen chica, casi todo el líquido, llámalo clembuterol, llámalo cemento. Pues bien, puede que me pase, que lo sé, pero todas estas novelas que pretendan retratar dicha época ya tienen su referente, su pionera, en UN INFIERNO EN EL JARDÍN de Miguel Sánchez-Ostiz. Como que fue publicada en el 95 y desde entonces todo fue a peor.
Trabajaba en una empresa de contratas de obras públicas y decían las malas lenguas que los tejemanejes con el dinero negro y los pufos financieros y las trampas de esas de las que los borrachos de impunidad decían: "Esto no es delito, es ingeniería de empresa" y se quedaban tan panchos, le habían puesto de los nervios antes la perspectiva nada o poco o regularmente improbable de ir a dar al trullo, también llamada en ambientes de alta empresa maco. Tenía miedo porque uno que se había atrevido a hablar de comisiones de un pantano, nada más empezar a hablar por lo menudo se había suicidado arrojándose al vacío. Empezaban a pasar cosas raras en el país.
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