martes, 27 de diciembre de 2011
PATALETAS DEL ESTE
Como servidor está pelín desfasado en casi todo, que estaría muy bien decir que de ir a mi aire, en mis mundos interiores y así a lo artista que te cagas, oh, oh; pero no, la verdad es que de puro despistado, pues que todavía pensaba que lo de aferrarse a una maquina tragaperras hasta reventarle las entrañas era coto exclusivo de los asiáticos de ojos rasgados, mongoloides que se dice en las enciclopedias. Era la imagen urbana al uso que guardaba en la memoria, la del chino que se pasa toda la mañana en el bar de barrio dándole a la maquinita. Y como por lo general son, además de menudos, discretos, sibilinos incluso, pues que sólo te enterabas de que el chino estaba ahí, al lado de tu cerveza, cuando sonaba la sintonía del premio gordo, más aún, al son de las monedas vomitadas en cascada por la tragaperras; ¡hostia tú, otro chino que se lo lleva crudo!
Pues bien, parece que ahora también se dedican a tan jugoso negocio otras nacionalidades o mafias, que a veces parece ser lo mismo. Hoy, sin ir más lejos, había junto a la maquina tragaperras de la cafetería donde desayuno un tipo blanco, caucasoide que se dice también, casi dos metros de músculos y espaldas anchas, calvo y con perilla leninista, aporreando como un poseso la pobre máquina a la vez que vertía una retahíla incomprensible de palabros que a mí se me han antojado en cirílico, esto es, en ruso, ucranio, serbocroata, búlgaro, macedonio o de por ahí.
Y claro, la escenita ha resultado tan violenta, tan fuera de lugar viniendo de un tipo-armario a hostias con una pobre maquinita, tan exótica por lo que tenía de transportarte de repente a un lejano tugurio de los Balcanes o de los arrabales de Moscú a base de juramentos en eslavo y amagos de reventar la maquina de una patada, que no he podido sino echar de menos por un momento -y a tenor del careto de la dueña y algunos de los parroquianos, creo que ellos también- al chino de toda la vida con su discreción característica, milenaria, ese estar como si no se estuviera, que es como parece que están todos los chinos entre nosotros, sí pero no, que solo los ves cuando vas a comprar una bombilla o una pandereta a sus todo a cién, aunque luego digan que es más de medio millón el que vive entre nosotros, a lo diminutos o así (esos seres de ficción que vivían bajo tierra y solo tenían conexión con el mundo humano a través de tapas de alcantarillas), ese mimetizar su rostro amarillo con el de las lucecitas de la maquina hasta hacerse uno.
Cómo para no hacerlo, si algo tenían los chinos es que desvalijaban la tragaperras como el que no quería la cosa, todo lo más a fuerza de echar tiempo y monedas; pero, siempre, siempre, en silencio, con el sigilo habitual con el que hacen todo, el mismo con el que se están apoderando del mundo; no te enterabas y tampoco te importaba. Pero con estos ejemplares del Este la cosa es muy distinta, la cosa es un verdadero fastidio, y no sólo por el mal cuerpo que te deja un tío de dos metros pegando voces en una lengua incomprensible y haciendo amagos de reventar la máquina con los puños a primera hora de la mañana, es que a ver quién te saca el miedo del cuerpo, quién te garantiza que no se le acabará cruzando el cable del todo a Boris o Dimitri y que acabará echando mano del Kalasnikov para dar rienda suelta a su rabia, para arreglar cuentas con la máquina de marras y ya de paso con toda la clientela presente en ese momento en la cafetería, en plan no dejar testigos, trestigooss, da!. Uno lo reconoce, ha visto demasiadas películas de mafias rusas y por el estilo, como que no me podía quitar de la cabeza la imagen de Virgo Mortessen en Promesas del Este y algún que otro degüelle y tiroteo que aparece en la película.
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