martes, 11 de octubre de 2011
GUAPÍIIIIIIIIISIMA
Sábado a la mañana en la calle Postas de Gasteiz. Mi señora había entrado a rastrear gangas en Promod y yo esperaba con el carrito del nene junto a uno de los toneles de vino que el bar Aldapa tiene en la calle para que la clientela se eche su pitillo mientras da debida cuenta del pincho a dos euros o trasiega su crianza otro tanto. De repente el vozarrón de un cincuentón en mitad de la calle; ¡hasta luego, guapíiiiiiisima! Un paisano de la edad de mi padre, o casi, que se despide de una treintañera con algo más que un piropo al uso: un verdadero homenaje a la verdad, siquiera la suya. Porque cómo si no dejar constancia de la sinceridad de un adjetivo tan manido, tan recurrente, como "guapa", de esos que dices por decir, por mera urbanidad, eso aunque estés hablando con la versión local de la Esteban o de Ángela Markell, coño, educación obliga. Pues con el superlativo, con qué si no, y si además puedes estirar las letras, arrastrarlas más bien, para acentuar más la lascivia que provoca en tus más bajos instintos la visión de tu cuerpo moreno, pues mejor que bien, pedazo salido.
Como que la treintañera, melena rizada, chaqueta verde y pantalones vaqueros ajustados, fulard de tonalidades gaseosas, tan informal como atractiva sin más, se fue más contenta que un niño con la última versión de la Nintendo. No era para menos, a una a partir de ciertas edades ya no la piropean todos los días, aunque se lo merezca, al menos no el cerdo desconsiderado y por lo general amodorrado que tiene de pareja, refresco o lo que sea, como un servidor sin ir más lejos. De modo que poco importa que cuando lo hagan sea un señor que, si no es de la cuadrilla de tu padre, fijo que potea en los mismos bares de Benidorm que él. Mira que cuesta poco hacer feliz a una chavala.
Ahora bien, justo en ese momento que la chavala agradecía la sinceridad brutal del piropo con la mejor de sus sonrisas y se iba más alegre que unas castañuelas, amén de con su sentido de la coquetería puesto a punto, otra pava que en ese momento se encontraba junto delante de donde yo estaba, y por lo tanto casi que en medio del piropeador y la piropeada, otra treintañera de melena hiperteñida de negro casi azul oscuro, nariz racial, esto es, de esas que mejor no darte de frente con ella no te la vayas a clavar en un descuido, botas de cuero hasta la rodilla, chupa de cuero marrón y maqueada hasta arriba (vamos, lo que viene a ser el prototipo de belleza que suelo denominar de Zugarramurdi, ese por el que ya me han escrito varias veces para ponerme a caer de un burro por descerebrado, machista y asqueroso, entre otras lindezas que no vienen al caso), que le mira a la otra y no puede evitar esbozar un gesto de infinito desprecio, algo así como diciendo: ¿guapísima tú? Vamos hombre, con ese culo y ese pelo, si no hay por dónde cogerte, bonita, aprovecha, aprovecha que todavía se la levantas a los viejos...
Y claro, yo que en ese momento me estaba riendo porque el guapísima del cincuentón me había recordado de repente a esos otros que suele o solía dedicar a las mozas un amigo con el que esa misma noche habíamos quedado para echar unos tragos y soltar las procacidades de rigor, y sólo por eso, lo juro por los dos años que les quedan a los Simpson en la tele, pues que me encuentro frente a frente con la cara de asco infinito de la inquilina de Zugarramurdi, una mirada que fulminaba, una mirada que vete a saber tú qué conjuro me estaría echando la muy... sorgiña, en ese preciso momento por borde, que se debió pensar que me estaba riendo, no ya de ella, sino más bien de todo su género y más en concreto de la generosidad, benevolencia y sinceridad con las que las señoras se ven unas a otras; siempre tirando a bien, claro está.
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