sábado, 8 de octubre de 2011
LA LEYENDA (FALSA) DEL SANTO BEBEDOR
Recordaba estos días, a cuenta de la polémica concesión del premio Euskadi de Literatura a Joseba Sarrionaindia, una entrevista que éste había mantenido con la escritora vasco-francesa Marie Darrieusecq para la revista gabacha Les InRockuptibles y en la que el escritor de Iurreta citaba entre sus influencias literarias a Brendan Behan. Una cita que no sorprende a tenor de la biografía de la cual, y no sólo por el paralelismo entre los dos como ex-presidiarios que padecieron condena por su militancia en una organización terrorista, Sarri de ETA y Behan del IRA, su ideología nacionalista de izquierdas y hasta su compromiso con la lengua vernácula (Brenan, dublinés, aprendió el gaélico en la cárcel y llegó a publicar una de las mejoras novelas comtemporáneas escritas en esa lengua, An Giall (el rehén), sino también por el tono memorístico de su escritura, hecha de retazos de sus muchas experiencias y de la erudicción propia del lector empedernido.
Con todo, lo que me llamaba la atención era la casualidad de ver citado a Brendan Behan por segunda vez en tan poco tiempo. No hacía mucho leía a un escritor en las antípodas literarias de Sarrionaindia, nada más y nada menos que a Enrique Vila-Matas citar a Behan en su Dublinesca, lo cual me resultaba harto curioso como ejemplo de que la pasión por la literatura hace extraños compañeros de gustos a escritores tan dispares y que nadie imaginaría frente a frente como en la entrevista que el vasco mantiene con su paisana Darrieusecq, no sin el consiguiente escándalo de todo el establishment biempensante de la prensa española y algún que otro vocero oficioso del PP: ¡sacrilegio, sacrilegio, todo un caballero de la Legión de Honor de charleta con un asesino etarra!, ¡Garzón, donde está Garzón? ¡Ah!, es verdad, si lo habíamos hecho inhabilitar....
Luego, por supuesto, poco importa que Sarrionaindia haya renunciado hace tiempo a la violencia como medio para obtener unos determinados fines políticos, que haya cuestionado los métodos de los suyos, que haya escrito para ahondar en el drama que ésta origina en las personas. También en eso podemos trazar otro paralelismo con Brendan Behan, el cual, sin renegar jamás del IRA o de sus ideales republicanos (nacionalistas irlandeses, no para el que no lo sepa, sino más bien para el que no quiera recordarlo), cuestiona la violencia y sus consecuencias, así como también cuestionó los métodos de los suyos en esa misma obra escrita en gaélico, donde hablaba de un soldado británico capturado por el IRA para ser canjeado por un camarada condenado a pena de muerte en un prisión inglesa y de las consecuencias éticas y personales a las que conduce una espiral incontrolable de violencia.
Sea como fuere, la mención del escritor irlandés por dichos escritores, tan representativos e idolatrados cada uno por sus respectivas grey, me ha hecho recordar que de entre las baldas de la modesta biblioteca de mi casa consta un ejemplar de bolsillo del Confessions of an Irish Rebel que Brendan escribió con veintitrés añitos al poco de salir de la cárcel (había sido condenado a 14 años por intentar asesinar a dos policías en Dúblin) y en el cuenta tanto sus experiencias carcelarias como su reintegro a la vida civil una vez desvinculado del IRA pero no de su fe republicana y todavía menos aún de la bebida. Un libro que compré en la tienda del museo de la fábrica Guinness de Dublín durante la enésima visita al mismo, acompañando a cierta pava giputzi y una paisana suya, una pava de la que ya sólo recuerdo que era pequeña, cabezona en todos los sentidos y con una personalidad ciclotímica, vamos, que de repente pasaba de estar enfadada a tener mala hostia y vuelta a comenzar, una joyita -y lo peor que a mí me ponía, que más bobo no he podido ser- las cuales parecían muy interesadas ellas en empaparse a fondo, no tanto de la cerveza negra, como de la Historia de la misma. Supongo que andarían "kuxkuxeando" entre los mil y un reclamos publicitarios de la famosa marca de cerveza irlandesa, probándose una camiseta o tocándole las narices al dependiente a cuenta del valor desmesurado de unas pintas de cristal con el inconfundible logo del arpa céltica. Mientras, servidor probablemente estaría haciendo otro tanto entre los libros allí expuestos como recordatorio al visitante de las glorias literarias de la vieja Eire; Yeats, Wilde, Joyce, Beckett, Sean Casey, O´Flaherty... Yo no tenía ni puta idea de quién era ese Brenan Behan. Sólo supuse que me vendría bien comprar un libro en inglés para practicar un poco la lectura, que para eso estábamos allí antes que nada, para aprender la lengua de Sespik. Ahora bien, como ya tenía mi inilegible -al menos por aquel entonces- versión original del Ulysses de Joyce en casa, también de bolsillo y comprada un año antes en la macrolibreria que había en O´Donnel Street, me decanté una y exclusivamente por el libro de Behan debido a la foto que aparecía en su portada y con la que ilustro esta entrada.
Pues sí, la imagen de un tipo vaciando como un poseso una pinta de Guinness se me hizo irremediablemente simpática. No podía ser de otra manera tratándose también de una mis aficiones durante mis estancias en la isla esmeralda. Supongo que le ocurría a muchos, que la foto del disópmano empedernido de Behan no era precisamente casual, sino más bien un reclamo para todos aquellos que, siquiera en el mundo anglosajón, hubieran oído hablar de él y por lo tanto de sus sonoras borracheras durante entrevistas de televisión o en los estrenos de la representación de alguna de sus obras.
No me extraña, existe toda una tradición en ese mundo anglosajón de simpatía hacia la figura del artista pasado de rosca, el chico malo y escandaloso que la arma por nada, el que pone todo patas arriba y suelta las verdades, o meros exabruptos, del borracho antes que del barquero. Ese público quiere ver, o cree ver, un iconoclasta genial que dice lo que nadie se atreve a decir, que lo dice solo porque tiene los huevos de haberse puesto hasta arriba de todo y encima se atreve a presentarse en público para hacer gala de su estado lamentable. Digo yo que será porque gran parte del público anglosajón no concibe la rebeldía sin llevar unas copas de más, que sólo así se explican que alguien se salga del corsé mental que le impone, o imponía, la estricta educación victoriana de antaño y le de por desbarrar a gusto contra tirios y troyanos, eso o bailar una polka subido a la mesa del entrevistador.
Ellos se lo pasaran muy bien viendo u oyendo hacer el payaso al provocador de turno. La triste realidad es que los tipos como Behan, por lo demás geniales donde y como tenían que serlo, en su trabajo y nada más, apenas acababan convirtiéndose en otra cosa que en una caricatura, y en el caso de Behan no tanto de sí mismo como del tópico que muchos anglosajones tenían y tienen del borracho irlandés, tosco y ocurrente a partes iguales. Pero en realidad, y muy en especial viendo la trayectoria de Behan -así como la de tantos otros creadores que acabaron cayendo en el puro y duro alcoholismo, y sí, aquí hay que recordar también a ese otro poeta genial galés de Dylan Thomas-, no hay nada de especial, ni de heroico, poético o nada que se le parezca, en lo que es a todas luces una enfermedad. Como que existe un abismo entre el bebedor más o menos ocurrente, que disfruta de lo que bebe y sabe hasta cuánto, que sabe que bebe para relajarse durante unas horas del peso de la losa existencial que cada cual lleve encima, para lograr esa momentánea alienación etílica que hace olvidar lo cotidiano y a algunos incluso concebir que la vida es bella y de colores, que ese otro que apenas abre la boca para trasegar sin freno lo que sea que lleve alcohol con tal de emborracharse lo más rápido posible. Ese no busca el relajo del breve estado de semiconsciencia en el que te sumerge el alcohol a la vez que disfrutas de la compañía de otros o que ayuda a acentuar los sentidos al escuchar una melodía e incluso ver una puesta de sol (aquí escribo desde la experiencia), sino más bien la alienación permanente entre las brumas casi siempre ya completamente negras de los efluvios etílicos de una existencia que ya no quiere o no pude vivir fuera de su influencia. Y lo peor de todo no es tanto el daño que el alcohólico sabe que se hace a sí mismo como el que acaba haciendo irremediablemente a todos aquellos que le rodean, que le quieren.
La leyenda o mito de la genialidad del artista disópmano es tan falsa, rídicula y también cruel, que hasta la propia trayectoria de Behan de demuestra cómo en sus últimas obras, aquellas en las que la enfermedad ya estaba en su fase terminal, el abismo etílico en el que se mató, poco o nada tienen que ver con aquellas que hicieron de él uno de los escritores más directo, ocurrente, lírico y sobre todo libre que ha existido nunca, una literarura carente de los artificios al uso en el gremio, la pose o impostura erudita o estilística, la mera farfulla de la nada para epatar críticos encantados de haberse conocido. Brendan Behan, vástago de una familia trabajadora que amaba la cultura, currela en mil y un oficios de chichinabo de cuyas vicisitudes dejó constancia en sus obras con no poca gracia, dueño de una sensibilidad única para el retrato de sus contemporáneos, de un sentido del humor que nunca hacía sangre del prójimo a no ser que éste se lo mereciera de verdad, por cabrón, en resumen, una voz únicas con sus más y menos, con sus manías o debilidades, a veces un tanto ingenuo, como todo hijo de vecino, vamos, lo que uno espera cuando abre un libro de autor, digo bien, de autor.
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